En dos segundos se me congeló el alma al contemplar el retrato de la desesperación más absoluta: una mujer de edad indefinida, ─porque el hambre había desfigurado sus facciones hasta tal punto que era imposible saber si era joven o anciana─, miraba más allá de este mundo. Era el suyo un rostro anónimo y oscuro que ocupaba toda la imagen: de cara descarnada, en la que nadaban unos ojos inmensos, con mirada ausente de esperanza y vida. Vestía de harapos, piel y huesos y en su pecho hundido surgía una manita pequeña, esquelética, implorante, que no parecía de este mundo, que trepaba sin fuerzas hasta su boca pidiendo comida, consuelo y no sufrir más.
Las noticias siguieron su curso mientras rompía a llorar con una pena honda que aunque recién nacida, ya tenía profundas raíces en la imagen que seguía en mis pupilas, indeleble, taladrando mi memoria como si fuera de mantequilla. Aquella madre que no podía dar ni una migaja a su hijo moribundo me partía el corazón en mil pedazos. Seguí vertiendo lágrimas a raudales, de impotencia, recordando aquella manita suplicante. Me abrazaron por turnos mi marido y mis hijos intentando serenarme hasta que lo consiguieron, momento en el que tomé una decisión.
Imaginaba que esos dos seres ya habrían dejado de existir hacía tiempo; su sufrimiento habría acabado. En ese instante dejaron de ser anónimos porque los adopté inmediatamente en mi corazón, y para que no se sintieran solos los coloqué entre mi padre y mi madre, mis insignes guardianes. Ahora esa madre y su bebé están vivos, ven a través de mis ojos, perciben mis sentimientos, van a donde yo voy. No volverán a estar solos y nunca morirán porque yo los recordaré eternamente.
María Teresa Echeverría Sánchez.