Verónica Guerrero Mothelet
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Las emociones se experimentan en una forma muy personal de la que generalmente no somos conscientes, pero que se manifiesta en la expresión del rostro, la postura corporal y en estados mentales específicos. Las emociones influyen en nuestro estado de ánimo, en la motivación e incluso en nuestro carácter y conducta. Además provocan reacciones fisiológicas por estar relacionadas con hormonas como el cortisol y la noradrenalina, y con neurotransmisores como la dopamina y la serotonina, que alteran el apetito, el sueño y la capacidad de concentración.
Algunos expertos en emociones, como el suizo Klaus Scherer, de la Universidad de Ginebra, o el ya fallecido Richard Lazarus, de la Universidad de California en Berkeley, propusieron que un factor importante en las emociones es la cognición —es decir, las habilidades y procesos mentales relacionados con el conocimiento, como atención, memoria, juicio, razonamiento y toma de decisiones—, que nos permite interpretar los acontecimientos de manera consciente o inconsciente y decidir cómo reaccionar. No obstante otros investigadores, como el neurocientífico Antonio Damasio, de la Universidad del Sur de California, piensan que las respuestas del cuerpo son más importantes que cualquier interpretación de las emociones, un punto de vista que es polémico. Su principal argumento es que los cambios en el cuerpo que acompañan a las emociones pueden alterar la experiencia. Por ejemplo, en un experimento reciente científicos alemanes y canadienses encabezados por Johannes Michalak de la Universidad de Hildesheim encontraron que así como el estado de ánimo afecta nuestra posición al caminar, también la forma de movernos influye en nuestro ánimo. Los investigadores mostraron a los 39 participantes en el experimento una lista de palabras positivas y negativas. Después los pusieron en caminadoras con un medidor que se movía a un lado u otro dependiendo de si el estilo de caminar era “alegre” o “depresivo”. Los participantes no sabían esto del medidor y se les pidió que caminaran de modo tal que el medidor se moviera a la izquierda o a la derecha. Al finalizar el ejercicio tuvieron que escribir las palabras que recordaban de la lista. Quienes caminaron “depresivamente” recordaban muchas más palabras negativas que los otros.
Hay otros modelos que consideran que las emociones y la cognición son procesos interdependientes y que cada uno puede producir efectos en el otro. Lo que está cada vez más claro es que hay una comunicación directa y bidireccional entre el cerebro y el resto del organismo. Por ejemplo, el miedo provoca una aceleración del ritmo cardiaco y de la respiración, nos hace sudar y mantiene nuestros músculos en tensión.
Se ha identificado una correspondencia entre las emociones y la actividad de diversas partes del cerebro. Desde el siglo pasado, las investigaciones señalaron la participación en las emociones de un grupo de estructuras del centro del cerebro que en conjunto forman el sistema límbico. Entre otras están la amígdala, central en la aparición de emociones como el miedo y la ira, el hipotálamo, que modula la expresión fisiológica de la emoción produciendo sustancias llamadas neurohormonas, y el giro cingulado y el hipocampo; este último es una estructura muy vulnerable al estrés crónico e importante para la formación de recuerdos. En estudios recientes sobre las emociones y el cerebro se ha encontrado que en éstas también participan otras estructuras y regiones cerebrales.
Disección de los afectos
En los últimos 40 años se ha hecho mucha investigación para identificar sistemas o circuitos cerebrales asociados a las emociones. Se trata de saber, por ejemplo, si cada emoción se relaciona con diferentes el procesamiento de las emociones en el cerebro con los cambios en otras partes del organismo y cómo interactúa este procesamiento con la cognición, el movimiento, el lenguaje y la motivación. Hallazgos recientes han dado origen a una nueva disciplina: la neurociencia de los afectos o neurociencia afectiva, que estudia las bases neuronales de las emociones y los estados de ánimo; es decir, qué neuronas del cerebro se activan cuando sentimos o evocamos una emoción.
Los mismos avances han permitido observar en tiempo real las partes del cerebro que se activan cuando sentimos ciertas emociones. El doctor Richard Davidson, quien dirige el Center for Investigating Healthy Minds (Centro para la Investigación de Mentes Saludables) de la Universidad de Wisconsin-Madison, es junto con el ya fallecido Paul Ekman uno de los pioneros en la exploración de la relación entre el cerebro cognitivo y el emocional. En entrevista con ¿Cómo ves? explicó que la investigación de las emociones emplea muchas técnicas distintas. Por ejemplo, se coloca a los participantes en los experimentos en un aparato de resonancia magnética funcional (ver ¿Cómo ves? No. 181), que registra el flujo sanguíneo de diferentes áreas del cerebro para medir así su actividad, y luego se les pide que evoquen alguna emoción a partir de fotografías o fragmentos de películas, o que recuerden una experiencia pasada, y se observa cuáles áreas del cerebro se activan más al hacerlo. También se estudia a pacientes con alguna lesión cerebral y “las patologías de la función cerebral en pacientes con diversos trastornos psiquiátricos y neuronales que involucran anormalidades en las emociones”, en palabras de Davidson y sus colaboradores en un artículo del año 2000 publicado en la revista American Psychologist. Hasta hace algunos años, las investigaciones solían concentrarse en emociones negativas como la ansiedad, la depresión y las fobias. Pero al doctor Davidson le intrigaba saber por qué algunas personas son más positivas que otras o más capaces de sobreponerse al dolor emocional o a situaciones adversas, lo que ahora se conoce como resiliencia. Encontró que la diferencia en el nivel de resiliencia se traduce en importantes diferencias en la actividad cerebral.
En uno de sus estudios sobre resiliencia, cuyos resultados se publicaron en la revista NeuroImage en 2012, Davidson y su equipo descubrieron que las personas que recurrían a estrategias cognitivas para modular sus emociones (por ejemplo imaginar que una situación difícil representada en una fotografía se resolvía exitosamente) presentaban menor actividad en la amígdala y mayor en la porción media de la corteza prefrontal, un área que dirige las llamadas funciones ejecutivas del cerebro, como la planificación de programas y metas, la capacidad de anticiparse al futuro y de pronosticar tanto los resultados como las consecuencias de los actos presentes, así como de controlar impulsos socialmente inaceptables.
Estos resultados son esperanzadores, pues sugieren que hay una relación directa entre regiones cerebrales más complejas que son parte de nuestro sistema cognitivo, el sistema límbico, una región mucho más antigua y primitiva en términos evolutivos. Si todos nuestros patrones emocionales estuvieran anclados al sistema límbico no tendríamos escapatoria, seríamos esclavos de nuestras emociones. Por fortuna, los circuitos emocionales están conectados al pensamiento y son por lo tanto más accesibles a nuestra voluntad consciente.
Esto no quiere decir que podamos sentir lo que queremos; quiere decir que podemos modular las emociones. Por ejemplo, en el estudio mencionado, la corteza prefrontal de las personas resilientes envió a su amígdala señales inhibitorias que son tranquilizadoras y como resultado disminuyeron las emociones negativas generadas por ésta. Por el contrario, los participantes menos resilientes, o aquellos que tenían depresión, presentaron señales más débiles entre ambas regiones.
Lo más interesante es que tanto Davidson como otros expertos en emociones y cerebro han encontrado evidencia de que podemos enseñar a nuestro cerebro a modular las emociones. El truco podría estar precisamente en la capacidad del cerebro de cambiar: la neuroplasticidad (ver ¿Cómo ves? No. 118).
Capacidad de cambio
Los principales descubrimientos en neurociencias en los últimos 15 años se relacionan con diferentes mecanismos de neuroplasticidad. Entre ellos el más destacado es el crecimiento de nuevas células cerebrales o neuronas llamado neurogénesis. “Se sabe que el estrés puede perjudicar la neurogénesis, y sabemos que cierto tipo de actividades pueden promoverla”, señala Davidson.
Se ha observado además que los circuitos de conexiones neuronales, o sinapsis, también pueden modificarse. Esto sucede cuando las personas se vuelven expertas en alguna actividad, como tocar el piano, practicar ajedrez o jugar tenis. Con la acumulación de horas de práctica, se va trazando y reforzando en su cerebro una nueva ruta de comunicación entre neuronas de diferentes regiones cerebrales, y esto facilita el perfeccionamiento. Se ha encontrado también que los mapas cerebrales que representan en el cerebro partes del cuerpo como las manos o piernas, se modifican tras la pérdida de una de ellas para cubrir su falta, como descubrió Vilayanur S. Ramachandran, especialista en el síndrome conocido como de “miembro fantasma”, con un paciente a quien le faltaba un brazo y que decía sentir sus dedos ausentes cuando alguien le tocaba el rostro. El neurocientífico dedujo que se había realizado un impresionante cambio en la corteza somatosensorial de este paciente, su mapa cerebral. Como su corteza cerebral ya no recibía estímulos a través de la mano perdida, a la región que procesa las sensaciones del rostro se había sumado la de la mano.
Una de las evidencias más dramáticas de esta capacidad de cambiar se relaciona con las modificaciones en la expresión de los genes por cambios ambientales, y que no afectan la organización del genoma. Por ejemplo, el neurocientífico Eric Nestler descubrió que el estrés social crónico puede alterar la expresión de los genes que regulan el hipocampo y el núcleo accumbens (una región cerebral asociada con emociones positivas), y que estos cambios afectan la fisiología y la conducta de los individuos, con el añadido de que pueden heredarse a la siguiente generación (ver ¿Cómo ves? No. 133).
Davidson señala: “creo que nuestro cerebro exhibe mucha más plasticidad de lo que pensábamos posible”. Y como tanto el entorno como nuestra conducta pueden provocar una reorganización y reubicación de ciertas funciones cerebrales, hay ahora terapias físicas que buscan remodelar partes del cerebro de manera que puedan asumir las tareas que abandonó otra región dañada por una embolia o infarto cerebral. También hay terapias cognitivoconductuales que permiten librarse de ciertos tipos de fobia.
La plasticidad del cerebro permite que modifiquemos nuestras emociones, o al menos la forma en que las experimentamos. “Encontramos que la mayoría de las personas puede aprender a transformar sus emociones por medio de ciertas técnicas y prácticas. Esto no significa que el cerebro sea infinitamente maleable, sino que somos capaces de tener cambios de gran escala en formas que van más allá de lo que reconocíamos hace 20 años”, refiere Davidson.
Meditación bajo escrutinio
Uno de los métodos más efectivos que Davidson ha encontrado para producir ese tipo de cambios es la meditación. “Creemos que ciertas prácticas de meditación pueden aprovechar la neuroplasticidad para promover cambios positivos en el cerebro, y es probable que la meditación por sí misma pueda inducir o aumentar la neuroplasticidad”. Si bien esto no se ha demostrado, Davidson señala que hay cada vez más evidencias que sugieren que diferentes tipos de meditación pueden inducir cambios funcionales y estructurales en el cerebro, en los patrones de conexiones (neuronales) y en el organismo. En una entrevista publicada en el sitio de noticias Ivanhoe.com, Davidson dijo que “la meditación se trata fundamentalmente de familiarizarnos más con nuestra propia mente”. ¿Pero cuál meditación? Si bien hay decenas de estilos diferentes de meditación y de contemplación provenientes de diversas regiones de Oriente, una de las más estudiadas desde la perspectiva de las neurociencias es la llamada de atención plena o mindfulness. En ésta el poner atención en el ritmo de la respiración ayuda a restablecer la concentración cada vez que la mente divaga.
La investigación neurocientífica de los procesos cerebrales que se producen durante y como consecuencia de la meditación es relativamente joven. No obstante se ha visto, con modernos aparatos para observar el cerebro de meditadores novatos y expertos (aquellos con más de 10 000 horas de práctica), que distintas formas de meditación pueden tener efectos benéficos en el organismo y en el ánimo. Por ejemplo, en un estudio publicado en la revista Neuroreport en 2005, la neurocientífica Sara Lazar y sus colegas de la Universidad de Harvard reportan que en 20 meditadores experimentados algunas regiones cerebrales asociadas con la atención y la sensación tenían mayor grosor comparadas con las de 15 voluntarios que no practicaban meditación. En particular, la corteza prefrontal y la ínsula anterior derecha (vinculada con la expresión corporal de las experiencias emocionales) tenían más espesor, sobre todo en los sujetos de mayor edad, al contrario de lo que sucede naturalmente durante el envejecimiento, en el que estas áreas cerebrales se van adelgazando.
Es importante señalar que este cambio físico, que consiste en un aumento de conexiones entre las neuronas y entre los vasos sanguíneos que oxigenan el cerebro, sólo se observó en meditadores que han practicado cuando menos 10 000 horas, lo equivalente a que una persona meditara durante un año completo. Pero tampoco son necesarias miles de horas para conseguir algunos cambios. En otra investigación de Lazar y sus colaboradores, cuyos resultados se publicaron en 2011 en la revista Psychiatry Research: Neuroimaging, 16 voluntarios que no habían practicado meditación participaron en un programa de ocho semanas en el que hicieron meditación de atención plena 45 minutos cada día. Al finalizar el programa, por medio de resonancia magnética funcional se encontró que en comparación con un grupo control que no meditó, en los 16 voluntarios había aumentado la materia gris de áreas cerebrales como el hipocampo, la corteza posterior cingulada y la unión temporoparietal. Los autores de la investigación señalan en el artículo que sus resultados sugieren que este tipo de meditación se asocia con cambios en la concentración de la materia gris en regiones del cerebro que participan en los procesos de aprendizaje y memoria, en la regulación de emociones y en la capacidad de poner las cosas en perspectiva.
Por su parte, Davidson dice que tenemos “evidencias que nos sugieren que la meditación, incluso durante tiempos cortos, de algunas semanas, puede inducir cambios confiables en el cerebro”. Una de estas evidencias fue encontrada por Yi- Yuan Tang, de la Universidad Tecnológica Dalian, en China, al poner a prueba una técnica de meditación china llamada “integración de mente y cuerpo”. Su equipo dividió aleatoriamente a 80 estudiantes en dos grupos para que realizaran 20 minutos diarios de prácticas: el primero hacía técnicas de relajación muscular y el segundo practicó la meditación china. Apenas cinco días después, los sujetos que recibieron el entrenamiento en meditación tuvieron mejores resultados en pruebas de atención y de estado de ánimo que los del otro grupo. También producían menores niveles de la hormona cortisol, indicadora de estrés, durante la realización de algún ejercicio mental de aritmética con cierto grado de dificultad. Esta investigación se publicó en 2007 en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences.
Si bien se requiere más investigación, hasta ahora los resultados experimentales apuntan a que ciertas estrategias de entrenamiento mental, y en particular la meditación, podrían inducir cambios positivos y perdurables en el cerebro que transformen nuestra manera de experimentar las emociones. Esperemos que en los próximos años se aprenda mucho más de este tema, y que podamos aplicar ese conocimiento para nuestro bienestar.
La noche oscura de la meditación
Si bien las investigación indica que practicar meditación trae diversos beneficios, hay casos en los que pueden presentarse efectos adversos graves. Por ejemplo cuando la meditación se hace sin una guía adecuada o con instructores poco experimentados, o bien la practican personas en situación de fragilidad mental por haber sufrido experiencias traumáticas o padecer determinados trastornos mentales.
Para investigar esta problemática, la psiquiatra Willoughby Britton, de la Escuela de Medicina de la Universidad Brown y practicante de meditación, creó el proyecto de investigación llamado “Noche oscura” (The Dark Night Project) en referencia a un poema de San Juan de la Cruz. Britton y su grupo no han publicado resultados de este proyecto todavía, pero entrevistaron a casi 40 personas que presentan daños psicológicos que podrían ser atribuibles a la meditación. Otro psiquiatra, Florian Ruths, del Hospital Maudsley, en Londres, también comenzó una investigación sobre las reacciones adversas de la meditación, en la que ya se observaron algunos casos de despersonalización: las personas se sienten como si se vieran en una película.
Algunos expertos en meditación señalan que estas reacciones adversas son poco comunes, y que es posible que se presenten después de periodos muy prolongados de práctica, como en ciertos retiros donde debe guardarse silencio, o que combinan el ayuno con la meditación.
La meditación trabaja con las experiencias más íntimas y profundas, por ello Britton y Ruths han señalado que los maestros de meditación, además de ser verdaderamente experimentados en su práctica, deberían comprender cuestiones básicas sobre trastornos mentales como ansiedad y depresión, y saber cuándo referir a personas que los padezcan con un especialista.
Más información
Cayoun Bruno A., Terapia cognitivoconductual con mindfulness integrado, libro electrónico, Biblioteca de Psicología, Desclée de Brouwer, España.
Mora, Francisco, Cómo funciona el cerebro, Alianza Editorial, Madrid, 2014.
De la Barrera, María Laura y Danilo Donolo, “Neurociencias y su importancia en contextos de aprendizaje”, Revista Digital UNAM Vol. 10, No. 4, UNAM, México, 2009. www.revista.unam.mx/vol.10/num4/art20/int20-3.htm
Soto Aguilar, Enrique, “El cerebro y el placer”, Ciencias No. 50, abriljunio, 68-71, UNAM, México, 1998. www.revistacienciasunam.com/es/109-revistas/revista-ciencias-50/910-el-cerebro-y-el-placer.html