Verónica Guerrero Mothelet
Imagen: Cortesía Laboratory of Neuro Imaging at UCLA and Martinos Center for Biomedical Imaging at M
Hacia finales de la década de 1980, el neurocientífico Semir Zeki, del University College London, en Inglaterra, estaba interesado en el sistema visual de los primates, especialmente el de los humanos. Luego de encontrar que muchas áreas visuales del cerebro se especializan en atributos particulares, como el movimiento y el color, le intrigó que el cerebro fuera capaz de calificar las cosas de bellas o feas simplemente a partir de estas características. Más adelante, ya con aparatos que muestran el funcionamiento del cerebro en tiempo real (midiendo, por ejemplo, el flujo de sangre en cada región del cerebro), Zeki se concentró en la relación entre el arte visual y el funcionamiento de las áreas cerebrales que procesan la información visual estudiando cómo reaccionan las neuronas cuando apreciamos una obra artística. A partir de esas investigaciones Zeki fundó una nueva disciplina a la que llamó neuroestética.
La neuroestética se inspira en los antiguos debates de artistas y filósofos sobre la naturaleza de la belleza, pero con el objetivo de averiguar qué sucede en el cerebro cuando vemos algo que consideramos hermoso, ya sea un paisaje, una escultura o una persona. Desde luego que estas investigaciones no tienen como propósito definir qué es una obra de arte, sino simplemente entender mejor cómo funciona nuestro cerebro.
Belleza, ese placer subjetivo
Pese a discusiones añejas, aún no hay una definición de belleza que satisfaga a todo el mundo y que convenga a todas las culturas. El estudio contemporáneo de la belleza todavía parte de conceptos desarrollados principalmente por filósofos occidentales. Immanuel Kant, en el siglo XVIII, afirmaba que la primera condición necesaria del juicio estético (criterio de lo bello y lo feo), es que, en esencia, es subjetivo. Esto significa que se basa en la sensación personal de placer o disgusto, y que por lo tanto, resulta imposible evaluarlo de manera empírica; por ejemplo, midiéndolo en un laboratorio.
A comienzos del siglo XX, otros pensadores encontraron objeciones a la opinión de Kant, pues observaron que lo que da placer a los sentidos tiene características que abarcan épocas y culturas diversas, como armonía, simetría y completitud, más allá de las construcciones estéticas del arte, que pueden ser sociales o culturales. Así, en 1933, el matemático estadounidense George David Birkhoff elaboró una teoría encaminada a reducir la percepción estética a una ecuación matemática. Birkhoff definió a la medida estética de un objeto como una proporción entre su simetría y su complejidad. Aunque esto resultó útil para evaluar figuras simples, como logotipos, en general se ha considerado un error, pues no funciona igual cuando se aplica a objetos más complejos; por ejemplo, la aparentemente desordenada distribución de un bosque, o ciertas pinturas surrealistas.
Hoy se está usando la resonancia magnética para investigar la apreciación de la belleza. Esta técnica se emplea desde los años 90 para observar al cerebro en acción; mide la concentración de oxígeno en la sangre que irriga al cerebro y se basa en la suposición de que el nivel de oxígeno es mayor en las regiones que están funcionando más intensamente. Los investigadores han encontrado indicios de que nuestra capacidad de apreciar lo bello puede haber sido una ventaja para nuestros antepasados remotos en la lucha por la supervivencia; por ejemplo, en el sentido de asociar lo que nos produce placer con lo "benigno" y lo que nos repugna con lo "peligroso" (ver ¿Cómo ves? No. 120). "Es similar a nuestra capacidad de encontrar buenas fuentes de alimentos o identificar parejas adecuadas", explica en entrevista el doctor Steven Brown, director del Laboratorio de Neuroartes de la Universidad McMaster, en Canadá. A conclusiones semejantes ha llegado Dahlia W. Zaidel, neurocientífica de la Universidad de California en Los Ángeles. Zaidel nos comenta que estas respuestas positivas e innatas a la belleza "están arraigadas en nuestros ancestros biológicos, en particular cuando se trata de rostros". Por eso el atractivo de los rostros influye tanto en nosotros al elegir pareja (para casarnos y procrear), al contratar a alguien para un empleo y en otras áreas de la vida.
Una gran cantidad de estudios sugiere que el cerebro humano siente predilección por ciertas características de los rostros que se consideran bellos. Casi sin importar de qué cultura provengamos, nos gustan la simetría, los rasgos infantiles… y las sonrisas. John ODoherty, del Instituto Tecnológico de California, y sus colaboradores han explorado el papel de la sonrisa. En 2003 diseñaron un experimento para examinar qué ocurre en el cerebro cuando un individuo experimenta la sensación de belleza, o como se dice técnicamente, estudiar los correlatos neuronales de la belleza. ODoherty y su equipo encontraron que la región orbitofrontal del cerebro —región relacionada con las emociones y el placer— se activa al contemplar rostros atractivos, y que la respuesta es todavía mayor frente al estímulo de una sonrisa.
Una gran cantidad de estudios sugieren que el cerebro humano tiene predilección por ciertas características de los rostros que se consideran bellos.
Si no me gusta, me voy
Semir Zeki encontró que la misma región se activa también en respuesta a otras imágenes que suelen interpretarse como bellas. Tanto en sus conferencias como en su Manifiesto sobre la neuroestética (publicado en http://neuroesthetics.org/ statement-on-neuroesthetics.php), Zeki declara que "todos los artistas son, instintivamente, neurocientíficos", pues comprenden de manera innata cómo ve el cerebro al mundo.
Ya que no existe estándar para la belleza ni se ha convenido en la existencia de un único grupo de características que la definan, el profesor Zeki decidió concentrarse en la belleza tal y como la experimenta cada individuo. Así, en 2003 realizó un estudio diseñado para observar la actividad del cerebro cuando se percibe algo considerado bello. En colaboración con Hideaki Kawabata, también del University College, reunió a 10 voluntarios (hombres y mujeres), todos ellos estudiantes universitarios, sin ninguna experiencia en el campo del arte. Primero les mostraron 300 pinturas y les pidieron que las calificaran como "bellas", "feas" o "neutrales". Como esperaban Zeki y Kawabata, las opiniones variaban.
Tras la clasificación, los participantes vieron de nuevo las pinturas mientras los investigadores observaban la actividad de sus cerebros por medio de un equipo de resonancia magnética. El estudio reveló que en todos los casos se activaban las regiones orbitofrontal y motora de la corteza prefrontal; sin embargo, cuando un voluntario veía una pintura que había calificado como "bella", aumentaba principalmente la actividad de su corteza orbitofrontal. Pero lo más curioso fue que, cuando los individuos veían una obra que consideraban "fea", además de activarse la amígdala, región cerebral que se asocia con reacciones emocionales como el miedo, se activaba especialmente la corteza motora. Mitad en broma, mitad en serio, Zeki interpreta esta respuesta como una defensa, que prepara al cuerpo para alejar al individuo de un estímulo desagradable. Para este investigador, la importancia del hallazgo, publicado en la revista Journal of Neurophysiology en 2004, es que por primera vez localiza y cuantifica estados mentales subjetivos; es decir, las sensaciones de atracción hacia algo considerado bello y de rechazo a algo considerado feo que, por pertenecer a nuestro mundo privado, no son directamente accesibles a otras personas. Esta reacción del cerebro tiene otra faceta interesante. Aunque todos los estímulos visuales entran por la misma vía, ya en el cerebro toman caminos distintos según se experimenten como bellos o feos. Zeki piensa que en alguna parte del cerebro podría existir una especie de filtro, algún mecanismo que decide hacia dónde enviar las señales. Una posible pista: en sus experimentos, lo que más le ha llamado la atención a Zeki es que parece existir un vínculo entre percibir la belleza artística y percibir situaciones, objetos o pues el cerebro reacciona exactamente de la misma forma.
Se han encontrado indicios de que nuestra capacidad de apreciar lo bello puede haber sido una ventaja para nuestros antepasados remotos en la lucha por la supervivencia.
El arte y las manzanas
El hecho de que el cerebro procese igual todo lo que considera bello refuerza la hipótesis de que nuestra capacidad de juzgar las cosas como bellas o feas es producto de la evolución de nuestra especie. Pero, ¿quiere esto decir que también evolucionamos para crear y disfrutar del arte? Aquí las cosas se complican, pues belleza y arte no son lo mismo. La filosofía del arte del siglo XVIII nos heredó la idea de que la belleza artística era una cualidad etérea y especial y que, por lo tanto, una obra de arte no se percibía igual que los objetos ordinarios. Así, el placer estético de contemplar una escultura era totalmente distinto del placer de comerse una manzana.
Hoy en día se proponen dos perspectivas para explicar la conducta artística: puede ser una adaptación, que evolucionó como respuesta directa a una o más presiones selectivas en nuestro pasado ancestral (por ejemplo, como un atributo atractivo para el sexo opuesto que incrementara las probabilidades de reproducirse); o bien, es un producto residual de otras adaptaciones y no es por si misma útilpersonas deseados, para la supervivencia. Los científicos que defienden la idea de que el arte es una adaptación, invocan su universalidad, su costo en términos de tiempo y energía y su desarrollo temprano y espontáneo en los niños. Sin embargo, no se han demostrado experimentalmente la influencia de la capacidad de crear y apreciar el arte en la supervivencia ni sus beneficios directos en términos de adaptación.
Otros investigadores piensan que el arte podría tener beneficios indirectos; por ejemplo, preferir parejas con los atributos que se consideran bellos puede conducirnos a aparearnos con individuos más fértiles y sanos. Este bando señala, igualmente, que la universalidad del arte en las culturas también podría explicarse porque éste ha surgido de ciertas predisposiciones cognitivas humanas, como la de representar objetos (por ejemplo, en un dibujo) de manera que otros comprendan qué objeto estamos representando. En consecuencia, estos científicos sostienen que el arte es un producto residual de la evolución, pero no una adaptación evolutiva en sí mismo.
Si el placer de un objeto artístico fuera esencialmente distinto de otros placeres, tendría que haber alguna diferencia en la reacción del cerebro. Pero Steven Brown descubrió que apreciar una obra de arte provoca la misma reacción cerebral que disfrutar de la comida o sentirse atraído por una posible pareja.
¡Sorpresa!
En 2011, Brown y su equipo analizaron 93 estudios anteriores, realizados mediante imágenes cerebrales, sobre la vista, el oído, el gusto y el olfato. Con análisis estadísticos, determinaron qué áreas cerebrales se activan más consistentemente en respuesta a estímulos de estos sentidos. El análisis se publicó en la revista Neuroimage en septiembre de 2011. Como Brown sospechaba, encontró que la corteza orbitofrontal siempre se activaba. Pero lo que resultó una verdadera sorpresa fue descubrir que otra área activada constantemente era la ínsula anterior, parte del cerebro que se encuentra en lo profundo de la corteza cerebral y que típicamente se asocia con emociones "negativas", como disgusto y dolor.
Brown interpretó este resultado a partir de teorías cognitivas de la emoción, que indican que el procesamiento estético equivale, en el fondo, a evaluar las cosas como "buenas" o "malas", dependiendo del estado fisiológico del individuo. Como dijo Brown durante la entrevista, "ver un pastel de chocolate puede provocarme emociones estéticas positivas si tengo hambre, pero una sensación de repugnancia si me duele el estómago". La ínsula anterior forma parte del sistema cerebral llamado interoceptivo, que monitorea los órganos del cuerpo. Así, mientras que otras partes del cerebro, como la corteza orbitofrontal, responden directamente a los objetos del entorno, la ínsula evalúa las necesidades internas del organismo. Quizá decidimos si comernos el pastel o no luego de hacer el balance de toda esa información. Otras regiones que Brown identificó formaban parte de la red límbica general; es decir, del grupo de estructuras que se encuentran debajo de la corteza cerebral (entre ellas el hipocampo, la amígdala y el hipotálamo), que gobierna las emociones básicas (amor, tristeza, alegría, miedo, etc.) y controla algunas conductas esenciales para la vida de los humanos y del resto de los mamíferos, como la búsqueda de alimento y el instinto de conservación. De acuerdo con los resultados de Brown, la red límbica también está vinculada con la apreciación estética, sin importar si ésta viene mediada por la vista, el oído, el olfato o el gusto, ni tampoco si lo que se disfruta es una obra de arte o un objeto cotidiano. "El objetivo central de mi artículo", dice Brown, "fue alegar que no existe ningún punto específico en el cerebro para el arte y que los objetos artísticos se procesan a través de las mismas vías límbicas que los objetos cotidianos (como sabores, olores, rostros y demás)". Esto, en opinión de Brown, respalda la hipótesis de que "el aspecto estético del arte es un producto residual de la evolución". Para él el sistema estético del cerebro evolucionó primero para apreciar objetos de importancia biológica, incluyendo las fuentes de alimento y las parejas, y más tarde se aprovechó para crear arte, como pintura y música.
Sin embargo, Brown agrega que existen muchos otros aspectos del arte que él no consideraría como productos residuales. "Por ejemplo, la habilidad de sincronizar los movimientos corporales con el ritmo en la danza. Allí veo algo muy específicamente relacionado con dichas formas artísticas, y no como productos residuales de otros aspectos no artísticos de la cognición".
Mientras que la necesidad de evaluar la calidad de los alimentos podría haber sido un factor importante para aplicar simultáneamente todos los sentidos, habilidad que más tarde se transfirió al procesamiento de la apreciación estética, no se puede decir lo mismo de las actividades artísticas, aunque éstas pongan en funcionamiento el mismo circuito. Para la danza, o la música, es más probable que la respuesta esté en las necesidades sociales y las emociones que con ellas se asocian. En palabras de la profesora Dahlia Zaidel, en ese tipo de arte, "la respuesta a la belleza podría estar relacionada con nuestra apreciación del talento, la capacidad y la creatividad del artista, más que en asuntos biológicos". Agrega que, además, el arte es más que su dimensión estética y que, en lugar de satisfacer necesidades orgánicas, satisface necesidades sociales, como la danza o la pintura corporal en muchas culturas. Este investigador piensa que para comprender el arte cabalmente se requiere más que una neuroestética, concentrada sólo en las preferencias perceptuales; se requiere lo que él llama una "neuroarteología", que busque explicar todos los fenómenos cognitivos, neuronales y culturales que intervienen en las conductas universales de la creación artística.
Después de todo, no se trata únicamente de lo que el cerebro puede revelar sobre el arte, sino también de lo que el arte puede revelar sobre el cerebro.
*Verónica Guerrero, periodista y divulgadora de la ciencia, colabora frecuentemente en ¿Cómo ves? y otras áreas de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia, y como corresponsal ocasional para la revista Nature Biotechnology.
Miller, Arthur I, Einstein y Picasso: el espacio, el tiempo y los estragos de la belleza, Tusquets Editores, España, 2006.
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