Desde tiempos ancestrales, la humanidad ha tenido una relación íntima con los suelos, antes incluso del desarrollo de la agricultura los pueblos nómadas ya estudiaba con atención las cualidades del terreno para comprender qué formas de vegetación se desarrollan mejor en ellas.
De esta manera, se aseguraban de permitir que las diversos ecosistemas donde permanecían estacionalmente tuviesen tiempo suficiente para restaurar sus recursos.
Naturalmente con el paso a la agricultura, este entendimiento tácito sobre la ecología de los suelos y su importancia para los ecosistemas sirvió como base para el desarrollo de las primeras técnicas agrícolas, que con el tiempo, evolucionaron en complejas operaciones agrícolas.
Estas eran pasadas de generación en generación con la finalidad de obtener el mejor rendimiento posible de la tierra que muchas veces eran el único legado que los padres podían dejarle a sus hijos, eran tiempos distintos y las personas cuidaban sus suelos porque sabían que su destino y el de sus descendientes dependían del bienestar de la tierra.
Como muchas cosas, esta visión cambió con la llegada de la revolución industrial, el advenimiento de nuevas formas de siembra y cosecha más eficientes llevó al desfase de las técnicas preexistentes de agricultura, con el tiempo esto también resultó en una evolución de la ética agrícola de los antiguos pueblos.
Ahora, era necesario obtener la mayor cantidad de provecho de los suelos a la inmediatez, después de todo, la revolución industrial fue un periodo de gran crecimiento y desarrollo en todos los ámbitos de la vida humana.
Prácticas dañinas de la agricultura en los suelos
El mundo exigía alimentos y materias primas a la brevedad posible y el suelo suplir esas necesidades de la mejor manera que podía. Pero los suelos del mundo no podían soportar una explotación tan severa y, con el paso de las décadas, comenzaron a verse las consecuencias, cosechas más pequeñas, suelos menos fértiles y plagas más resistentes.
Lentamente el balance de la ecología comenzó a perderse y siempre que hizo falta se desarrollaron nuevas tecnologías para extraer un mayor provecho de los suelos cada vez más degradados.
Un hombre célebre dijo una vez que no deberíamos sacrificar los recursos del presente por el bien de un futuro imaginario, tristemente nuestra agricultura parece haber guardado este credo en su corazón.
Incluso técnicas antiguas como surcar y arar la tierra han sido mecanizadas hasta el punto en el cual producen un fuerte daño regularmente a grandes extensiones de terreno, al exponer la materia orgánica subsuperficial al aire estas prácticas liberan altas concentraciones de dióxido de carbono a la atmósfera y afectan irremediablemente la ecología de los suelos.
Una ecología comprometida a su vez limita las concentraciones de nutrientes disponibles en el suelo, sin las cantidades adecuadas de zinc, nitrógeno, fósforo y azufre los cultivos no pueden desarrollarse de manera correcta, obligando a los agricultores a utilizar abonos inorgánicos que alteran la composición del suelo y causan contaminación cuando el agua los transporta fuera del área de cultivo. De esta manera las formas de agricultura convencionales no sólo amenazan el bienestar de los suelos sino que terminan afectando a todo el ecosistema.
Abandonando el pasado
No es difícil comprender el daño que le hemos causado durante tanto tiempo a los suelos que utilizamos para la agricultura, aunque su extensión si desafía el entendimiento, tal vez por eso han cobrado forma nuevas doctrinas que buscan renovar nuestro modelo de agricultura para alcanzar un paradigma que nos permita alimentar al mundo sin afectar negativamente a la ecología.