Son solo unas cuantas neuronas, apiñadas en una zona minúscula del cerebro, pero su activación puede tener unos efectos cruciales en la vida de un individuo: le hacen tomar una decisión arriesgada, y basta bajarles el volumen con un pequeño truco para convertir a su portador en un perfecto cobarde.
La investigación está hecha en ratas, por fortuna, pero los humanos tenemos una estructura muy similar. Por lo que respecta al riesgo, y a la falta de él, no suele haber gran diferencia entre tener dos patas o cuatro.
De hecho, la investigación de Karl Deisseroth y sus colegas de la Universidad de Stanford se sigue de trabajos anteriores que identificaron ese circuito en las personas. Lo que ocurre es que esos estudios solo utilizan técnicas no invasivas, y así no pueden discriminar si la actividad del circuito es una mera correlación con la adopción de la decisión arriesgada, o es literalmente su causa. Para eso hay que pasarse a la rata y demostrar que la manipulación del circuito elimina la decisión de riesgo. Es lo que los científicos y bioingenieros de Stanford, California, publican ahora en Nature.
El lector, por supuesto, puede llevarse como deberes para casa el siguiente ejercicio: ¿Qué efectos psicológicos o biográficos, políticos o socioeconómicos, tendría la manipulación de ese circuito en el ser humano? Y poner dos ejemplos. En cierto sentido, sin embargo, la naturaleza y un par de fármacos en uso ya nos han dado hecho el experimento.
Los humanos y las ratas tienen implicadas en esto unas estructuras cerebrales similares, explica Deisseroth en una nota de Stanford, y hemos hallado que un fármaco que, según se sabe, aumenta la preferencia por el riesgo en la gente, tiene el mismo efecto en las ratas; así que todo indica que nuestros resultados son de aplicación al ser humano. El fármaco al que se refiere es el pramipexole, que se usa para tratar el párkinson, pero puede conducir a visitar demasiado el casino.
Deisseroth no es solo bioingeniero y neurocientífico, sino también psiquiatra, y su poliédrica experiencia en el tema es bien interesante. El comportamiento arriesgado es valioso en ocasiones, dice su cara neurocientífica. Como especie, no habríamos llegado tan lejos como hemos llegado sin él.
Su cara psiquiátrica, sin embargo, sabe muy bien los peligros que ello puede suponer para el individuo: He visto pacientes cuya propensión al riesgo, alta hasta extremos aberrantes, ha resultado en accidentes, adicciones y fracasos laborales, económicos o sociales que les han causado un montón de daño y culpa. Deisseroth espera que su investigación ayude a entender esas situaciones psiquiátricas y, tal vez, a mejorar su tratamiento.
La mayor parte de las personas tienen aversión al riesgo. Prefieren un sueldo fijo a un emolumento incierto, incluso si el segundo supone mayores ingresos a la larga. También prefieren no tirarse en paracaídas si pueden evitarlo, renunciando de mil amores a la seducción romántica del vértigo y la adrenalina. Y no experimentar con situaciones, posturas o sustancias que carezcan de las debidas garantías. Somos una especie de cobardes, o al menos eso pensará la minoría que se alimenta del riesgo. Los determinantes genéticos del riesgo están bastante bien descritos.
Acabemos con un par de detalles técnicos. El circuito neuronal en cuestión se sitúa en el sistema de recompensa del cerebro, el mismo lugar en que se pueden cartografiar todas las adicciones. Existe en todos los animales, y se le puede considerar la brújula de nuestro comportamiento. De no ser por la actividad de ese sistema, no podríamos cumplir con los dos máximos preceptos darwinianos que rigen en este valle evolutivo de lágrimas: comed y multiplicaos.
Tiene sentido que adoptar riesgos, o no hacerlo, se localice en esa trampa darwiniana que llevamos puesta de serie en el cerebro.
Fuente: El País / Javier Sampedro