Aunque en el discurso de ciertos políticos parece que se quiera negar lo evidente, existe un consenso científico sobre el hecho de que estamos viviendo una época de calentamiento global, y todo apunta a que esto se deba a la emisión de origen antrópica de gases de efecto invernadero. De hecho, gracias al análisis de muestras de hielo antártico, se ha podido valorar el contenido de carbónico en la atmosfera en los últimos 500.ooo años, que demuestra como el mismo ha duplicado desde la primera revolución industrial, y que el incremento más alto se ha registrado en los últimos 50 años.
A nivel mundial, la razón principal del aumento del CO2 atmosférico es la combustión de residuos fósiles como fuente de energía, principalmente carbón 41%, petróleo 34% y gas 19% (fuente: The Global Carbon Project), mientras entre las actividades económicas que más liberan gases a efecto invernadero encontramos la producción de electricidad (25%), la generación de energía por parte de la industria (21%), la agricultura y principalmente la producción de carne (19%), el transporto (14%) y el calentamiento de los edificios (6%). Con respeto a los países que más contaminan, China se lleva el primer premio, siendo responsable por si sola del 30% de todas las emisiones del mundo, seguida por EE. UU. (15%), la Unión Europea (9%), India (7%), Rusia (5%) y Japón (4%) (fuente: Agencia de Protección del Medioambiente de EE.UU.).
Los efectos más llamativos del cambio en las concentraciones de gases atmosféricos son el aumento de la temperatura general, el calentamiento de los océanos, la reducción de la superficie helada en los polos terrestres, la subida del nivel del mar (en unos 30 cm en los últimos 100 años), la acidificación de los océanos y el aumento de los eventos climáticos extremos, todos procesos en acto y que podrían incrementar en las próximas décadas, trasformando este planeta en algo inhospitable para muchas de las especies animales que conocemos. Y aunque resulta difícil predecir hacia dónde vamos, es evidente que las condiciones climáticas están íntimamente relacionadas con la sobrevivencia de nuestra sociedad: desde cómo producimos los alimentos hasta la disponibilidad de recursos hídricos; desde la habilidad de ciertas zonas geográficas hasta procesos migratorios globales. Si el calentamiento terrestre no frena, el mundo, así como lo conocemos, desaparecerá, así de claro.
La toma de conciencia de los problemas derivados del cambio climático por parte de amplios sectores de la sociedad ha impulsado en los últimos años un proceso político, mirado a lograr un consenso transnacional sobre medidas para mitigar la emisión de gases a efecto invernadero y como consecuencia ralentizar el calentamiento global. Este proceso ha llevado al Acuerdo de París de 2015, en el cual los 174 países firmantes se han comprometido a "reforzar la respuesta mundial a la amenaza del cambio climático, en el contexto del desarrollo sostenible y de los esfuerzos por erradicar la pobreza", identificando tres acciones concretas a implementar: 1) mantener el incremento de temperatura con respecto al periodo pre-industrial bien por debajo de 2ºC; 2) promover la resiliencia al clima y un desarrollo con bajas emisiones de gases de efecto invernadero; 3) elevar las corrientes financieras en línea con los objetivos de desarrollo sostenible. No obstante, la falta de mecanismos claros para llevar a la práctica estas acciones y la ausencia de atadura legal para los países firmantes han generado preocupaciones entres los defensores del ambiente, sin considerar que el Presidente Trump ya declaró que EE.UU. saldrá del acuerdo lo antes posible.
Aunque existen varias dificultades que impiden identificar medidas claras y lograr un acuerdo sobre el clima ambicioso y compartido, hay dos aspectos que por sí solos pueden explicar la falta de compromiso político para atajar el calentamiento global. Primero, hay que considerar que el desarrollo económico se asocia generalmente con el aumento de la actividad industrial y por lo tanto con mayores emisiones, y, encontrándose los países en distintas etapas de industrialización, resulta difícil pedir a las economías emergentes que respondan a la crisis climática de la misma forma que los países más ricos. Por otro lado, la visión sostenible del desarrollo mantiene su mirada en el largo plazo, característica que no coincide con los tiempos de la política, donde los representantes elegidos tienen que responder a los electores dentro de unos mandatos que duran como mucho 5 años. Esto disuade los políticos en abanderar el respeto por el medioambiente a detrimento del crecimiento económico de corto plazo.
En este escenario resulta difícil confiar en que la solución al excesivo consumo de combustible fósil pueda llegar de la administración públicas y los gobiernos. Es muy probable que estos desarrollen un papel importante en la educación de la ciudadanía sobre temas de consumo y gestión doméstica eficiente, pero nunca llegarán a proponer medidas coercitivas para contrastar prácticas industriales perjudiciales para el clima. En consecuencia, la única alternativa que queda para contrarrestar el calentamiento global y transformarnos en una sociedad sostenible es modificar nuestro modelo de producción y consumo desde abajo. Las empresas por su lado tienen la responsabilidad de identificar procesos manufactureros más respetuosos con los recursos naturales y implementar mecanismos de creación de valor que incorporen el análisis ecológico de todo el ciclo de vida de sus productos o servicios. Por otro lado, los individuos tienen que adoptar hábitos de consumo más responsables (en esta otra entrada presentamos una serie de consejos prácticos para reducir tu huella de carbono) y apoyar aquellas empresas que demuestren saber actuar frente a los retos climáticos. Solo esta alianza entre el sector productivo y la sociedad civil puede lograr los objetivos de desarrollo sostenible y hace falta la ayuda de todos, porque el problema es de todos.