Habréis oído decir mil veces eso de que la piel es el órgano más grande que tenemos. Y que si hay cosas que no nos comeríamos jamás, tampoco deberíamos frotárnoslas contra el cuerpo como si no pasara nada.
Tengo que confesar que, como tantas otras cosas, me costó un poco asimilar este concepto.
Porque a mí, señoras y señores, me gustan los geles de baño. Me gustan los suavizantes. Y aunque no las uso porque soy demasiado vaga, me gustan las cremitas. Me gustan los baños de espuma, lavar los platos con un montón de burbujas y los olores espectaculares de muchos de los productos que usamos para la limpieza personal y de nuestra casa. No lo puedo evitar: me gustan.
Así que durante mucho tiempo me resistí a hacer cambios en ese apartado. Nada podía oler tan bien, nada podía ser tan suave, nada podía gustarme tanto.
SPOILER ALERT: nada es igual que los productos comerciales.
Esto que quede claro desde ya, no os quiero mentir y deciros que la vida es maravillosa lavándolo todo con vinagre. Nope. El olor no es el mismo, el tacto de los productos no es el mismo y, desde luego, la espuma no es la misma. Y creo que ese es el motivo principal de mi resistencia durante tanto tiempo: el cambio era muy grande.
Así que primero hice lo que haría cualquiera: intenté comprar productos comerciales, pero de mejor calidad. De esos que te cuestan un ojo y medio de la cara pero tienen sellitos ecológicos para aburrir. Pero eso no me pareció sostenible. No, no para el ambiente, sino para la economía familiar.
Y poco a poco me fui haciendo a la idea de que era necesario empezar a plantearme alternativas reales y caseras, por muy poca espuma y muy poco olor que me ofrecieran.
Como además de las cremitas también me fascinan el ahorro y la autosuficiencia, al final hubo una lucha de titanes en mi cabeza y ganó la curiosidad de ver si podía ocuparme yo misma de crear una alternativa más sana a los productos convencionales... y a partir de ahí nació la obsesión que habréis visto reflejada en el blog últimamente. Oh yeah.
Como ya os he dicho: no es lo mismo. No es para nada lo mismo. Pero el resultado es similar y en ocasiones, mejor. Y cuando te acostumbras a los cambios, la satisfacción es inmensa. Hemos ido probando muchas cosas y poco a poco os las iremos contando, a medida que vayamos puliendo y mejorando las recetas, que hay mucha cosa publicada por ahí, pero hacen falta muchas pruebas y ajustes para acabar teniendo una receta buena de verdad. Especialmente si, como a mí, te gustan mucho las texturas y los olores.
Pero la receta que os traigo hoy es fácil, fácil, fácil y súper efectiva. Mucho. Hacía tiempo que no tenía la ropa tan limpia. Sí, en casa somos un poco guarrillos y rara es la prenda que luce una colección de medallas...
Ya os conté hace un par de semanas que el jabón casero hecho con aceite reciclado es de lo mejor que hay para la ropa. Y esto no lo digo yo, esto es sabiduría popular entre las abuelas. Cada vez que entra alguna en mi casa, suspira y vuelve a suspirar cuando ve el jabón y me dice: "Esto es lo mejor para las manchas de grasa". Comprobadísimo lo tengo. Y ya sabemos todos que las abuelas, en estas cosas, no se equivocan nunca.
Así que me puse a buscar maneras de reciclar mi jabón reciclado en un jabón utilizable para la lavadora. La receta del jabón líquido la estoy perfeccionando, porque todavía no me gusta como queda... pero la del jabón en polvo os la doy ya, encantadísima, porque funciona, como dicen en inglés like a charm. Vamos, a la perfección.
Y es muy, muy, muy fácil de hacer. Necesitáis:
- entre 200 y 300 gramos de jabón reciclado.
- 1/2 taza de percarbonato de sodio o carbonato de sodio (la famosa "washing soda", yo la compro en Mercadona, la llaman Blanqueador o algo así, fijaos en la composición química. También se puede comprar por internet, por ejemplo, aquí)
- 1/2 taza de bórax (optativo, hay gente que lo considera irritante. Si preferís no usarlo podéis sustituirlo por 1/2 taza de bicarbonato de sodio)
- 2 cucharadas de sal
- aceites esenciales (a mí me gustan el de menta y el de eucalipto)
Lo primero que tenéis que hacer es rallar el jabón. Yo prefiero hacerlo con un rallador grueso, pero si lo preferís, podéis picarlo o rallarlo pequeñito.
Cuando ya esté rallado, lo mezcláis con el percarbonato, el bórax y la sal. Si habéis usado un rallador grueso, podéis pasar la mezcla por un robot de cocina para que quede todo bien incorporado. Yo lo hago siempre, porque me gusta más, queda más uniforme y la textura es más auténtica.
Le añadís unas gotitas de aceite esencial a vuestro gusto para que huela bien (ojo, si el jabón ya tenía aceites esenciales intentad que sean aromas que se complementen) y ya lo tenéis.
Yo uso 2-3 cucharadas por lavado, así que os podéis imaginar lo muchísimo que me cunde (y el pastón que nos ahorramos).
Y sí, la bolita de las fotos es una bola para la secadora... La semana que viene os enseño a hacerlas y os cuento los beneficios que tiene usarlas.
¿Qué? ¿Estáis decididos a probar? ¿O este tema os da un poco igual? ¿Tenéis en cuenta que la piel es el órgano más grande que tenemos o sois de los de "de algo hay que morirse"?