Moralidad: construcción de herencias

Diana Buzo Zarsoza, Ricardo Noguera Solano


Introducción

Hablar de moralidad es hablar de un término con varios sentidos y significados, desde la asignación de un conjunto de códigos de comportamientos atribuidos a diferentes grupos sociales hasta la capacidad de elaborar juicios y actuar en función de ellos. Las explicaciones sobre la moralidad se han modificado dependiendo de si son asuntos relacionados con la filosofía, la religión, la medicina, la psicología o la biología. La idea de moralidad, en ocasiones, ha sido intercambiada por la palabra ética, que ha sido considerada como una idea mucho más general en la que se podría incluir la reflexión sobre el comportamiento moral.

En este escrito, se considerará la moralidad como la capacidad de orientación normativa: nuestra capacidad de estar motivados por las normas de comportamiento y sentimiento a través de juicios acerca de cómo deberían actuar las personas y cómo responder en diversas circunstancias (FITZ, 2014). También se considerará como una capacidad biológica que ha surgido dentro de los procesos evolutivos que dieron origen a las características que nos definen como especie, y que ha sido un tema relevante en las reflexiones evolutivas, que van prácticamente desde la Filosofía zoológica (1809) de Jean B. Lamarck, pasando por los trabajos de Charles Darwin (1871, 1872), hasta los resultados actuales de estudios comparativos en primates, como los realizados por Frans de Waal (1996; 2006).

Desde luego, la capacidad de estructurar nuestra moralidad tiene un origen evolutivo (véase, por ejemplo, Ayala, 1987) y está ligada al desarrollo de nuestras capacidades cognitivas; sin embargo, la singularidad y los niveles en los que ésta pueda desarrollarse en términos individuales es resultado de un proceso histórico individual en el que se conjugan y convergen distintas herencias que hemos recibido como homínidos, como Homo sapiens, como miembros de tradiciones culturales, como parte de una familia y como resultado de nuestra propia historia de vida.

En algún sentido, la moralidad podría resultar en un asunto de extremado relativismo; pero más que un argumento a favor del relativismo moral, en este escrito se construye un argumento para reflexionar sobre la emergencia histórica de nuestra moralidad y problematizar desde otros ángulos la vieja cuestión sobre si el ser humano es bueno o malo por naturaleza.

Tradicionalmente, la pregunta ha tenido básicamente tres respuestas: 1) el ser humano es bueno por naturaleza, pero se vuelve malo dentro del ámbito social donde se desarrolla (ROUSSEAU, 2000 [1762]); 2) el ser humano es malo por naturaleza y es necesario que la sociedad marque los límites de su comportamiento, principalmente a través de la educación o el castigo (KANT, 1990 [1785]; Hobbes, 2008 [1651]); y 3) la postura conciliadora: es resultado de la convergencia de ambos (RUIZ et al., 2013).
Sin embargo, en esta integración sólo se hacen visibles dos tipos de herencia: la genética y la simbólica, es decir, la que viene en nuestros genes y la que heredamos culturalmente, una combinación que en muchos casos se piensa de manera homogénea y determinista, pues se consideran como sistemas exclusivos de la continuidad. De esta manera, existe una tendencia de pensar cada herencia en forma generalizada, inclinación que se puede ver reflejada en el debate de si se tiene o no se tienen moralidad, cerrando la posibilidad de verla en términos de un despliegue de diversidad.

Algo distinto puede ocurrir, como se explica a continuación, cuando pensamos en que la moralidad es producto de varios sistemas de herencia, entendidos como sistemas de variación heredable que convergen y que en conjunto despliegan diversos grados y particularidades de la moralidad.

Estas ideas están basadas en la propuesta de los sistemas de herencia de E. Jablonka y M. J. Lamb (2005). Consideramos que estas ideas son relevantes para analizar la naturaleza de la capacidad moral del ser humano. Los sistemas de herencia, de acuerdo con Jablonka y Lamb, pueden clasificarse por la forma en la que almacenan y transmiten la variación. Estos, desde luego, no son únicos (véase, por ejemplo, Helanterä y Uller, 2010; y Lamm 2014), pero permiten problematizar la naturaleza de nuestra capacidad moral. Los tipos de herencia a los que nos referimos son: herencia genética, herencia epigenética, herencia del comportamiento y herencia simbólica. Dichos elementos no se encuentran en conjunto dentro de las discusiones que se han propuesto sobre la llamada naturaleza humana, desarrolladas desde la filosofía, la biología y la sociología, como las reflexiones de David Hume (2012 [1839]), Karl Marx (2012 [1844]), J. Dewey (1922), S. Rose et al. (1984), Richard Lewontin y Richars Levin (1985) y Ch. Cooley (1992), las cuales han delineado en varias direcciones las discusiones actuales sobre el papel de lo biológico o lo cultural en la conformación de la naturaleza humana.

Herencia genética

La herencia genética puede entenderse como el almacenamiento y la transmisión de secuencias de DNA celular que se transmite de un organismo a sus descendientes a través de la reproducción. A la cantidad total de las secuencias de DNA de una especie se le denomina genoma. El genoma de una especie codifica en términos generales para características anatómicas, físicas, biológicas y, en ocasiones, algunos rasgos conductuales, similares entre los organismos de una misma especie. En algún sentido podríamos afirmar que de las ballenas nacen ballenas, de los robles, robles y de los humanos, humanos; pero dentro de esa supuesta homogeneidad se despliega una enorme variabilidad que en biología denominamos variación intraespecífica (variación individual). Aunado a la propia variación intrínseca del material genético, en la conformación del fenotipo se expresan diferentes grados de heredabilidad que dan como resultado mayores niveles de variación individual. La heredabilidad es la proporción de varianza en la vulnerabilidad para el desarrollo de un rasgo que es debida a la influencia de los genes. Un valor de heredabilidad de cero (0%) indica que la vulnerabilidad se debe a factores ambientales, mientras que un valor de 1 (100%) indica que el desarrollo de un rasgo se puede explicar completamente por la acción de los genes (GONZÁLEZ et al., 2008).

En las últimas décadas, la decodificación de la secuencia del DNA del ser humano ha representado el experimento biológico más importante del siglo XX, conformado en un programa internacional denominado Proyecto del genoma humano. Sus resultados han mostrado que el genoma humano está compuesto por dos billones de nucleótidos de DNA organizados en los 23 cromosomas, y representan un promedio de 60,000 a 70,000 genes con proteínas codificadas (GABOR-MIKOLOS y ROBIN, 1996).

Al comparar el genoma humano con los de otras especies, como la mosca de la fruta o la lombriz de tierra, se ha visto que las diferencias esenciales entre los tres tienen que ver con la regulación del desarrollo, la función neuronal, la hemostasis, las reacciones inmunes adquiridas y la complejidad citoesquelética (SALAS, 2004).

Los estudios comparativos de los genomas nos permiten considerar, sin lugar a dudas, que nuestro genoma cuenta con una historia evolutiva de por lo menos 3,800 millones de años que se remontan hasta los primeros organismos que poblaron la Tierra. En la estructura de nuestro genoma también está inherente la historia de nuestro pasado y en ella podemos comprender las relaciones de ancestría que tenemos con otros organismos: con los vertebrados, con los mamíferos y en especial con los primates, con quienes compartimos grandes similitudes genéticas: 97% con los orangutanes, 98% con los gorilas y 99% con los chimpancés y bonobos. De hecho, el genoma humano presenta más similitudes o bien con el del bonobo, o bien con el del chimpancé que, si en contraste, se comparan los genomas de estas dos últimas especies (PRÜFER et al., 2012).

Conocer las características específicas del genoma humano sólo representa una parte de lo que conforma su naturaleza y su historia evolutiva; pero no debe ser considerado como la explicación de la naturaleza humana. Lo que llamamos naturaleza humana sería, en realidad, una característica que resulta de una compleja interacción entre la historia de vida filogenética (nuestra herencia genómica) y una historia de vida individual, que se desarrolla desde las primeras etapas embrionarias, se va definiendo por nuestra naturaleza fisiológica-anatómica y se consolida con la organización de la percepción que tenemos sobre el mundo y las maneras en las que interactuamos con él.

Herencia epigenética

Conrad Waddington acuñó el término epigenética para la rama de la biología encargada de estudiar las interacciones causales entre los genes y sus productos, que dan lugar al fenotipo. Aún no existe un consenso universal acerca de hasta qué punto estamos preprogramados o modelados por el ambiente. Así, el campo de la epigenética ha surgido como un puente entre las influencias genéticas y ambientales (exposición a sustancias químicas, la disponibilidad y la naturaleza de los nutrientes, los cuidados maternales, la temperatura o los patógenos), las cuales tienen un impacto directo en la estabilidad del genoma y del epigenoma. El estudio de la herencia epigenética es relevante para entender algunas enfermedades y podría ser la clave para comprender ciertos factores que desencadenan la depresión o la agresión, o algunas formas anormales de comportamiento (BEDREGAL et al., 2010; ROSALES et al., 2014).

Actualmente se han descubierto tres mecanismos que controlan la expresión de los genes a nivel molecular. Dos de ellos son: la metilación de la citosina de los pares de nucleótidos citosina-guanina del DNA como un mecanismo de control de los genes y la modificación química de las histonas de la cromatina, como la acetilación. La cromatina puede cambiar en su densidad y permitir el acceso a los genes y su expresión a través de este proceso. La metilación del DNA y la acetilación de las histonas son procesos que funcionan en forma coordinada. Uno de los ejemplos de esta coordinación es el proceso de descondensación de la cromatina y de demetilación del pronúcleo masculino en el zigoto que tiene una gran importancia en el desarrollo. Estos cambios se producen al iniciar la diferenciación celular y continúan durante toda la vida de cada ser humano (BEDREGALet al., 2010; ROSALES et al., 2014).

El tercer mecanismo estrechamente vinculado con los procesos epigenéticos se ha descrito con el reciente descubrimiento de pequeños RNAs no codificadores, denominados microRNAs, que son importantes en la regulación de la activación y el silenciamiento de los genes. Éstos funcionan en estrecha relación con la metilación del DNA y las modificaciones de la cromatina (BEDREGAL et al., 2010; ROSALES et al., 2014).

Las modificaciones epigenéticas participan en un importante número de procesos, por ejemplo, en la adquisición de memoria inmunológica de los linfocitos T, en las bases neurobiológicas de la memoria, del aprendizaje y en la respuesta al estrés mediada por el eje hipotálamo-hiposis adrenal (BEDREGAL et al., 2010).

Los estudios de herencia epigenética han dado lugar a la discusión de dos consecuencias de gran importancia biológica: 1) en el proceso epigenético se inducen modificaciones fenotípicas que pueden ser heredadas; 2) algunos de estos cambios heredados inducidos por el ambiente pueden beneficiar a las generaciones subsiguientes (QUINTERO, 2011).

A partir de este conocimiento se creó el supuesto en la evolución ontogenética de los individuos que explica que existe una compleja interacción entre mecanismos de transducción y epigenéticos que dan respuesta a las fluctuaciones y perturbaciones del medio. En el proceso epigenético se inducen modificaciones fenotípicas que pueden ser heredadas y algunos de estos cambios resultan beneficiosos por lo menos para la primera generación (en la relación madre e hijos).

Los entretejidos de la herencia genética y epigenética

Las emociones tienen mucha importancia ya que son las responsables de guiar y controlar nuestra conducta y resultan herramientas clave para el aprendizaje y la toma de decisiones. Durante las últimas décadas el estudio de las bases biológicas y evolutivas de las emociones se ha incrementado sustancialmente. Se ha descrito que las emociones son reguladas por activaciones de neuronas, las cuales se comunican entre sí por medio de los neurotransmisores (OSTROSKY, 2011).

Los estudios ontogénicos han permitido conocer la influencia que tienen los factores ambientales en el óptimo desarrollo de los seres humanos. Así la neurobiología y neurogenética buscan destacar la posible relación que existe entre el genoma humano y las funciones cognitivas y emociones (GONZÁLEZ et al., 2008).

Los mecanismos epigenéticos, tales como la modificación covalente del DNA y los cambios postraduccionales de las histonas, se han establecido como reguladores necesarios de la fisiología sináptica y de la memoria. De hecho, la neurogénesis tiene lugar gracias a la desinhibición de los genes neurogénicos por reversión de los mecanismos epigenéticos que los mantienen silenciados en las células progenitoras. Aparentemente, la neurogénesis es el resultado de la convergencia de genes que favorecen o inhiben la diferenciación neuronal, generando un número discreto de células (BEDREGAL, 2010). Éstas poseen funciones determinadas por la ontogenia, la filogenia, la epigénesis, y son, a su vez, afectadas por el entorno (OSTROSKY, 2011).

De esta manera, existen evidencias que implican a los mecanismos epigenéticos como causa de disfunciones cognitivas humanas. Padecimientos neurodegenerativos y enfermedades del neurodesarrollo pueden ser atribuidos, al menos en parte, a mecanismos subyacentes al marcaje epigenético del genoma. Algunos de los padecimientos neurodegenerativos que parecen estar relacionados con alteraciones en los mecanismos epigenéticos –y que hoy en día son intensamente estudiados– son la enfermedad de Alzheimer (EA) y la enfermedad de Huntington (EH). Un número sustancial de evidencias señala cuáles alteraciones epigenéticas están involucradas en el mecanismo etiológico de varios trastornos del neurodesarrollo, entre ellos, los síndromes de Rett (SR), X-frágil (SXF) y la esquizofrenia (GARZÓN y SÁNCHEZ, 2007).

A todo esto, ¿qué pasa con aquellas características genéticas que juegan un papel importante en la formación de la personalidad de los individuos? Hoy en día no es fácil delinear con claridad hasta dónde están los alcances de la herencia genética y epigenética y cuáles son esos límites.

Una pregunta importante en el estudio de estas discusiones, es por ejemplo, qué hace diferente a una persona con capacidad moral y a una que carece de ésta, como en algunos casos de trastornos de la personalidad como, por ejemplo, la de los sociópatas o psicopátas.

Partimos del planteamiento de que existe un origen biológico de las capacidades para tener un comportamiento ético, esto es, la capacidad que permite juzgar las acciones humanas como buenas o malas a partir de tres condiciones necesarias: 1) la habilidad para anticipar las consecuencias de las propias acciones, 2) la habilidad de realizar juicios de valor, y 3) la habilidad para escoger entre diferentes posibles acciones (AYALA, 1987). En este caso, se entenderá como capacidad moral, desde una filosofía materialista, que dicha capacidad sólo puede proceder de la naturaleza. Konrad Lorenz (1972) defiende que la capacidad moral es un fruto evolutivo necesario para compensar nuestra capacidad destructiva. De esta manera se puede apreciar la capacidad humana como un mecanismo inhibidor proporcional a su capacidad de destrucción. Sin embargo, al ser un mecanismo hereditario de la especie, no todos sus individuos nacen con ella, o en ocasiones se presenta con limitaciones, por lo que aquéllos que la poseen deben desarrollarla bajo un esquema natural y cultural. De tal forma, el ser humano puede tener capacidad moral, pero al no desarrollarla y ejercerla no puede ser considerado un ser moral.

Hoy en día, la mayoría de las investigaciones conducidas al respecto provienen del enfoque en dos regiones del cerebro: el hipocampo, una porción del lóbulo temporal que regula la agresión y que transforma información en memorias, y el cuerpo calloso, un puente de fibras que conecta los dos hemisferios cerebrales (OSTROSKY, 2011).


Título: Allegory of the morality of earthly things. Autor: Tintoretto.
El hipocampo tiene un rol crítico en la regulación de la agresión y en la distinción de situaciones que se deben de temer y evitar. Este proceso es llamado miedo contextual condicionado. En los psicópatas, este miedo desempeña un papel en el aprendizaje de lo que se puede y no se puede hacer. Se ha teorizado que el circuito que conecta el hipocampo con la corteza prefrontal puede contribuir a la impulsividad, falta de control y anormalidades emocionales observadas en los psicópatas. Por otro lado, se ha encontrado que en promedio sus cuerpos callosos son más grandes por un 23% y más largos por un 7% que en las personas no psicópatas. Además de las diferencias en sus dimensiones generales, se sabe que en estas personas, las paredes del cuerpo calloso son más delgadas, lo que sugiere un trastorno del desarrollo embrionario. Otro hallazgo de importancia ha sido respecto a la velocidad de transmisión de información de un hemisferio cerebral al otro, una velocidad promedio muy alta.

De tal manera, parece que con el aumento del tamaño del cuerpo calloso hay disminución del remordimiento, menos capacidad emocional y pocas conexiones sociales, rasgos de la personalidad distintivos de la sociopatía (OSTROSKY y BORJA, 2009). Si a esto se añade el impacto de los efectos y esfuerzos de quienes enseñan, educan y protegen al niño, y si se toma en consideración el balance emocional de la persona, se puede comprender, sin esfuerzo, que las tendencias del psicópata están afirmadas en sus encéfalos. Asimismo, que su erradicación es opuesta por el hecho de que son circuitos congénitos cuyas funciones reverberantes, cuando se estimulan de forma violenta (pues están en riesgo de ser víctimas de abuso y negligencia infantil), fácilmente conducen al descontrol y a la disrupción total del equilibrio psíquico y la estabilidad somática (OSTROSKY, 2011).

Por mucho tiempo se consideró que el cerebro de los mamíferos adultos era un órgano incapaz de continuar con procesos de remodelación estructural luego de terminadas sus etapas de desarrollo. Tal concepción se aplicaba a todas las estructuras del sistema nervioso y en especial a las sinapsis (AGUILAR, 2002); sin embargo, actualmente también se ha demostrado que el cerebro y el sistema nervioso cuentan con un grado de plasticidad neuronal que es óptimo en el inicio de la vida del ser humano pero no se pierde durante la vida. De hecho, a lo largo del desarrollo de un individuo la plasticidad neuronal tiene un papel muy importante, ya que permite que el aprendizaje se dé durante toda la vida (AGUILAR, 2002). Finalmente, se ha determinado que los mecanismos epigenéticos desempeñan un papel central en las funciones cerebrales, por lo que cualquier alteración puede conducir a trastornos en el desarrollo neurológico o a procesos neurodegenerativos (BETETA, 2003).

Los daños genéticos o epigenéticos pueden trastocar o incidir en nuestra capacidad moral, pero es el ambiente el que termina por tener influencia sobre nuestro aprendizaje, aunque siempre con el trasfondo de nuestra capacidad cognitiva genética y epigenéticamente construida. Así, en un cerebro que por factores genéticos y factores epigenéticos se ha desarrollado bajo un perfil psicopático, se puede revertir o incluso impedir el aprendizaje y desarrollo de la personalidad psicopática bajo un contexto de nutrición y contención, a través de la educación y el ejemplo de aquellos que rodean al niño.

Los sistemas de la herencia del comportamiento

Una vez que se han desarrollado las características cerebrales que permiten las capacidades cognitivas del ser humano, y que éste entra en contacto con el mundo después del nacimiento, entran en acción los otros dos sistemas de herencia que potencian muchas otras características humanas, como el lenguaje, la racionalidad y –desde luego– la capacidad moral, que continúa desarrollándose a través de los procesos de imitación y de aprendizaje de la herencia cultural.

Las especies animales –y la nuestra no es la excepción– aprenden parte de su comportamiento por imitación; en aves y mamíferos es común encontrar rasgos y comportamientos aprendidos dentro del ámbito familiar o social (por ejemplo, el canto de algunas aves o las señales de alarma de muchos animales). Jablonka y Lamb (2005) han definido el sistema de la herencia del comportamiento como una de las cuatro dimensiones de la evolución, en algún sentido aislada de la dimensión genética. Es decir, que el tipo de comportamiento que entraría dentro de la definición del sistema de herencia del comportamiento no depende de la selección de variantes genéticas, o no está estrictamente determinado por los genes (JABLONKA y LAMB 2005), y sería en realidad una transmisión de información a través del aprendizaje social, entendiendo este último en términos biológicos (que no es intencional), como un cambio adaptativo (generalmente) en el comportamiento y que es aprendido como resultado de la experiencia o de la interacción social con otros individuos de la misma especie (JABLONKA y LAMB 2005). Una de las tres formas en las que puede ser posible la trasmisión del comportamiento es la imitación, y es en muchos sentidos la que nos interesa resaltar a continuación.

La imitación es un proceso de aprendizaje de bajo costo, en muchos casos adaptativo y no es exclusivo de nuestra especie. Aprendemos por imitación en contacto con nuestros padres, parientes y amigos; desde el primer año de vida aprendemos una serie de comportamientos, actitudes y habilidades que nos permitirán amoldarnos al espacio social en el que vivimos.

Dentro de toda la gama de aprendizajes que se van adquiriendo desde la infancia, habrá algunas actitudes que en el terreno de lo moral pueden valorarse como correctas o incorrectas; y aquí es donde consideramos de gran importancia la reflexión sobre la manera en que este tipo de herencia influye en el desarrollo de la construcción de nuestra moralidad. Muchos sistemas morales apelan a que la imitación es la clave para un buen comportamiento moral; sin embargo, debemos tener claro que los sistemas morales son relativos, y en ocasiones lo que aprendimos de manera individual en el seno familiar entra en conflicto con otras costumbres morales. No se sugiere en este escrito qué debemos y no debemos aprender, o qué debemos mantener o eliminar de lo que hemos aprendido por imitación, sino que se recalca que gran parte de nuestro comportamiento moral o inmoral ha sido aprendido por imitación, más que por el proceso de pensar y racionalizar nuestros actos (SAMANIEGO, 1999; CARR et al., 2003).

Herencia simbólica

Este tipo de herencia pasa de generación en generación, a través del lenguaje y la escritura: el idioma, las creencias, el conocimiento (de cualquier tipo), los códigos y valores morales que se trasmiten (o se suprimen) a través de la educación formal e informal. Al igual que los otros sistemas de herencia, éste permite la comunicación entre los seres humanos, pero en este caso también les permite comunicarse consigo mismos (JABLONKA, 2007). Entre los tipos de herencia simbólica se encuentran las matemáticas, la música y las artes visuales. El que nos interesa destacar, por su importancia en el desarrollo de los valores morales, es el lenguaje, que en palabras de Jablonka y Lamb, es un excelente ejemplo de un sistema simbólico de la comunicación –en particular el escrito–, además de que se puede transmitir de manera individual tanto vertical como horizontalmente, permanecer latente y sin usarse, y al mismo tiempo puede acumularse en el propio sistema una gran riqueza de variaciones.

Considerando que la imitación como proceso de aprendizaje en el terreno de lo moral no es suficiente, pues incluso lleva en direcciones opuestas al comportamiento ético, es importante pensar en la importancia de lo que culturalmente hemos acumulado en torno al saber sobre las cuestiones éticas.


Título: Todos vienen al olor
de mis enaguas,
Don Quijote.
15 de noviembre de 1901.

Si dejamos todo a los procesos de imitación, poco se podrá avanzar en el terreno moral. En 1875 Immanuel Kant, en su Antropología práctica, señala (después de reflexionar sobre las acciones de diferentes grupos humanos) que el ser humano se encontraba en una triple minoría de edad: en primer plano, cuando niños en una suerte de domesticación en virtud de la cual siempre deben actuar según los ideales de otros (KANT, 1990 [1875]); en segundo, dentro del seno de la sociedad civil, guiados por leyes que muchas veces ni siquiera se conocen: por último, en el terreno de lo religioso y lo moral, movidos por conceptos que nunca se han examinado y reflexionado. El origen de la inmadurez está en que en las escuelas, se enseña a escribir, a leer, a calcular y se adquiere toda una gama de habilidades y actitudes actualmente ligadas a la productividad, antes de enseñar los fundamentos de la moral. Esto ocurre no sólo en los sistemas de formación básica, también en los sistemas educativos de formación científica y en todos los sistemas educativos en general. Se trata de un mal de origen que no es exclusivo de nuestra época, como bien lo señalaba Jean Jacques Rousseau desde 1750 en su Discurso sobre las ciencias y las artes: seguimos formando físicos, artistas, matemáticos, médicos, pero no necesariamente buenos ciudadanos que practiquen el ejercicio de pensar en términos éticos y morales. Lo anterior ocurre debido a que, en muchos sentidos, pensamos de manera ingenua que la respuesta sobre la moralidad puede radicar en la naturaleza de la herencia genética y entonces llegamos a creer que el individuo ya es bueno por naturaleza, o confiamos en las bondades de su entorno cultural y suponemos que se ha recibido una formación ética adecuada.

Conclusiones

Retomando la pregunta inicial, se podría considerar que en muchos sentidos el ser humano no es ni bueno ni malo por naturaleza, ni su moralidad se da por la combinación de su herencia genómica y cultural, sino que es bueno o malo en función de que puede usar con libertad y poner en práctica su capacidad moral. Una capacidad que –como se ha señalado– se va construyendo desde las conexiones de las redes neuronales, regulada por toda una maquinaria genómica, y pasa por la compleja red de interacciones epigenéticas, luego por los primarios y llanos procesos de imitación hasta llegar a los múltiples y variados procesos de enseñanza-aprendizaje de valores morales que se han desarrollado en el seno de la diversidad cultural.

La naturaleza humana y su moralidad se van construyendo de manera histórica a través de una red dinámica y compleja de interacciones entre diferentes tipos de herencias: genética, epigenética, del comportamiento y simbólica. Es, mediante las interacciones de estas herencias, que los bordes entre lo natural y lo cultural se diluyen y dan como resultado singularidades particularizadas de nuestra capacidad moral como individuos. Como especie contamos con una herencia evolutiva (nuestro genoma) que combinada con la historia de vida dentro de un espacio cultural puede dar origen a distintas habilidades, entre ellas el reflexionar y poder ejercer como seres morales. En otras palabras, aquello que definimos como "naturaleza humana resulta de las diferentes herencias con las que se ha tejido y se teje continuamente la historia de vida de cada ser humano. Y en ese sentido podríamos también considerar que la moralidad en términos individuales es resultado de la convergencia de nuestras herencias en la construcción de una singularidad, con la capacidad de de prever los efectos de nuestras acciones y en función de ello poder tomar decisiones y actuar.

En términos más generales, a partir de lo anterior, se puede afirmar que el ser humano es resultado de sus sistemas de herencia (genómico, epigenómico, conductual o de comportamiento y simbólico) y de las interacciones que éstos tienen en un ambiente determinado. Así, es resultado de una historia evolutiva y de una historia de vida, de manera que una vez que concluye el desarrollo embrionario se va construyendo con su propia identidad y que en último término puede a partir del ambiente, lo social y la cultura potenciar todas sus capacidades cognitivas y morales.

Agradecimientos

Investigación realizada gracias al Programa UNAM-DEGAPA-PAPIIT IN404816. Agradecemos al revisor anónimo que nos ayudó a mejorar el contenido del escrito.

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RUIZ, Rosaura, Ricardo Noguera y Liliana Valladares, Las raíces evolutivas de la ética, en GONZALEZ, J., y J. Linares (coord.) Diálogos de Bioética: Nuevos saberes y valores de la vida, México: UNAM-FCE, 2013, pp. 44.

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SAMANIEGO, Concepcion Medrano, ¿Es posible enseñar y aprender valores en la escuela?Revista de psicodidáctica, 1999, Vol. 67, núm. 81.

Fuente: Revista UNAM

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