Todos nacemos minimalistas. Imagina que eres un hombre primitivo en los albores de la humanidad. Vives en una pequeña tribu de cazadores-recolectores. Llevas todas tus posesiones materiales encima: tus herramientas para cosechar, un arma afilada y una piel que te abriga. Tienes donde cobijarte del clima y protegerte de la noche, el aire es puro, el agua es fresca y tienes el apoyo de tu tribu.
Cada mañana te despiertas con el canto de los pájaros y el calor del sol sobre la piel. Sales a caminar por el bosque que despliega ante ti un maravilloso buffet libre. En el arroyo nadan deliciosos peces, cuelgan jugosas frutas, bayas y paneles rebosantes de miel al alcance de tu mano. Te mueves por el terreno descalzo y con la agilidad de las fieras. Saltas de roca en roca, escalas acantilados, cruzas ríos embravecidos. Eres fuerte, ligero y rápido, tu cuerpo está preparado para todo.
Llegas a tu cueva por la noche agotado, después de explorar los misterios de los bosques. La cena junto al fuego te sabe a gloria. Duermes como un bebé, satisfecho y con abandono. Pasa el tiempo y encuentras un buen macho o hembra a quien unirte. Entonces, ya lo tienes todo. Te dedicas a vivir el resto de tu vida disfrutando de los dones naturales y enseñándole a tus hijos cómo tallar lanzas, recolectar bayas, pescar con sus propias manos o cosechar la miel de las abejas sin herirse. Tu vida es equilibrada, completa y feliz.
Fin.
Aunque parezca cosa de cuento, nacemos programados para subsistir de la abundancia natural y encontrar felicidad en las cosas simples de la vida. Pero la sociedad nos educa en la idea contraria desde muy pequeños. Nos inculcan nuevas necesidades y nos convencen de que tenemos que trabajar toda la vida para cubrirlas. Nos convierten en individuos obedientes y consumistas, atrapados en nuestras prisiones adosadas llenas de coches, dispositivos último modelo, armarios de temporada, reuniones, jefes, facturas y obligaciones, donde vivimos esperando el fin de semana. Sin embargo, este no es nuestro instinto natural y nuestra felicidad se resiente.
¿Quién no se ha maravillado nunca ante la creatividad y el abandono de los niños? Los niños pueden pasar horas jugando con cualquier cosa. Ellos no necesitan objetos caros para dar rienda suelta y abandonarse a sus juegos. Esa capacidad que tenemos de pequeños para ser felices con poco es nuestro minimalismo innato. Los niños no entienden el valor del dinero ni la importancia de pasar 50 horas a la semana en una oficina. Les enseñamos que “papá y mamá tienen que trabajar mucho”, que “el dinero es importante” porque tenemos poco y siempre necesitamos más… Y al final logramos que lo aprendan.
El minimalismo es innato, el consumismo es adquirido. Incluso cuando estamos rodeados de cosas, nuestra tendencia natural es usar solo unas pocas de ellas: las más útiles, cómodas o las que realmente nos gustan. Por eso nuestros armarios están llenos de ropa que nunca nos ponemos.
Imagina de nuevo ese yo primitivo: cuando ya tienes todo lo básico cubierto (cobijo, alimento, comunidad, pareja y seguridad), ¿qué más necesitas para ser feliz? Podrías mejorar tu calidad de vida con servicios como la atención médica y una educación productiva, quizá. Y todavía podrías sofisticar más las cosas: un coche para desplazarte cómodamente, una estufa que caliente tu cueva, una baraja de cartas para pasar el rato con tu familia y una cafetera. Ahora ya eres más feliz que una perdiz. Pero, ¿y si añadimos una casa de tres pisos, un descapotable, un jacuzzi, una cancha de tenis privada y un televisor táctil? ¿Cuánta felicidad adicional aportaría todo eso? Puedes seguir sofisticando tu existencia hasta el infinito, pero ¿serás más feliz?
Un estudio llevado a cabo en 2010 indica que el dinero solo puede comprar la felicidad hasta cierto punto. Antes de tener tus necesidades básicas cubiertas, la ansiedad y la urgencia por cubrirlas puede impedirte ser feliz. Una vez alcanzado el nivel de estabilidad básico, somos más felices con unos pocos añadidos que aporten valor a nuestras vidas. Pero, a partir de ahí, ya no es posible aumentar la felicidad mediante el consumo. Puedes seguir añadiendo, ampliando, actualizando y cambiándote al último modelo de cada cosa, pero no serás más feliz. Es más, la frustración que sientes al no experimentar la felicidad prometida tras la compra te hace todavía más miserable.
He oído decir a muchas personas que serán felices cuando les aumenten el sueldo, cuando les den un ascenso, cuando encuentren pareja o cuando les toque la lotería… Me pregunto si ese vacío que sienten no se debe al exceso de cosas, y no a su carencia. Tenemos tan interiorizada la necesidad de consumir que no se nos ocurre que en lugar de trabajar más para tener más seríamos más felices si aprendiéramos a ser felices con menos y no trabajar tanto.
Por suerte, tú estás en una situación mucho más privilegiada que tu homólogo primitivo: Incluso si redujeras tus gastos un 75%, todavía tendrías muchas más comodidades y lujos que él. Vives en un momento de la historia en el cual tienes libertad para proponerte casi cualquier cosa y lograrlo.
La verdadera independencia económica empieza cuando te das cuenta de que puedes ser feliz con muy poco. Y de que el mundo es abundante de forma natural.
Cuestiona las pautas establecidas por la cultura del consumo. Conecta con ese yo primitivo: tu minimalista interior, y no compres nada que no necesites de verdad. Al contrario de lo que puede parecer, no reducirás tu calidad de vida, sino que conseguirás por fin una vida de calidad. Elimina todo lo accesorio y superfluo. Revela tu verdadero yo fuerte, sencillo y feliz.
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