La expansión del azúcar



Tienda en un mercadoEntre los productos que ofrece el mercader de la imagen se encuentra el azúcar. Miniatura. Biblioteca Nacional, París.

Cando en 1099 los cruzados llegados a Palestina para recuperar Tierra Santa se aproximaban a Jerusalén encontraron llanuras en las que crecían «cañas llenas de miel», una planta desconocida para ellos con la que paliaron el hambre que padecían desde hacía semanas. Así al menos recogía Fulquerio de Chartres, cronista de la campaña, un episodio que no podía sino evocar

un pasaje célebre de la Biblia, en el que se cuenta cómo el ejército israelita, comandado por Jonatán, hijo de Saúl, llegó a un bosque en el que «había tanta miel que parecía brotar del suelo» (Primer Libro de Samuel, capítulo 14,25).

La «caña de miel» era en realidad caña de azúcar, un producto que por entonces ya hacía dos milenios que se consumía en la India. Durante ese tiempo, el cultivo de la caña se había extendido por Asia, y a través de los musulmanes había llegado al norte de África y a al-Ándalus. Las técnicas que permitían transformar el jugo en cristales, desarrolladas en la India a partir del siglo V d.C., facilitaron su transporte y con ello hicieron que aumentase su consumo. Pero fueron las cruzadas las que introdujeron definitivamente en la Europa cristiana aquel producto que pronto se conoció por su denominación árabe: sukkar, azúcar.

La miel, la gran protagonista




La cosecha de cañasMiniatura del Codex Vindobonensis. Siglo XIV. Biblioteca Nacional, Viena.


Con todo, el consumo de azúcar no se popularizó de manera inmediata. Como todo producto importado, el azúcar era caro y, en consecuencia, durante mucho tiempo estuvo al alcance tan sólo de unos pocos. La miel era el principal ingrediente con el que se endulzaban los platos desde la Antigüedad, y siguió siéndolo durante casi toda la Edad Media, tanto en el mundo cristiano como en el musulmán. Con ella se preparaban salsas, bebidas y postres. También se empleaba, con fines medicinales, en la elaboración de jarabes y ungüentos. El azúcar fue sustituyendo a la miel poco a poco, pero nunca lo hizo del todo. Algunas regiones disponían de otros productos usados para endulzar, como la miel de dátiles y el mosto (el zumo de la vid).

Los edulcorantes tenían un gran peso en la gastronomía medieval. La miel y el azúcar se empleaban tanto en los dulces –elaborados con distintas combinaciones de harinas, huevos, mantecas, quesos y frutos secos, y a veces condimentados con especias– como en recetas de carne. El «manjar blanco», que fue uno de los platos más populares de la cocina medieval, se componía de pechuga de pollo o gallina, harina de arroz, leche de almendras y azúcar, y se aromatizaba con agua de rosas o de azahar. La miel se incluía en la mayor parte de los estofados y guisos, tanto en la cocina cristiana como en la musulmana y la judía, y se añadía con frecuencia a la masa del pan.

A medida que avanzaba la Edad Media y el uso del azúcar se popularizaba, fue cada vez más común mezclarlo con la miel. En las salsas, casi siempre agridulces, que podían combinar ingredientes como cebollas, grosellas, huevos, cerveza o vino, casi nunca faltaban el jengibre, la canela, la pimienta, la sal y el azúcar. Con preparados de este tipo se acompañaban carnes de vaca, cerdo, cordero y ave, algunos pescados e incluso ostras.

Puede llamar la atención el uso del azúcar en platos hoy considerados «salados»» en vez de «dulces», pero ha de tenerse en cuenta que esta distinción no era tan clara para el paladar medieval. Debe entenderse, además, que el azúcar se utilizaba en estas recetas como una especia, es decir, para condimentar. Paliaba determinados sabores ácidos o amargos, algunos de ellos muy pronunciados en carnes conservadas durante meses sin refrigeración. Compensaba, al mismo tiempo, los gustos de otras especias. A todo ello se unía el hecho de que era fácil de conservar. Su empleo en confituras, mermeladas, almíbares o jaleas, que eran a su vez modos de conservar otros alimentos, estuvo bastante más restringido debido al relativamente alto valor del producto hasta el siglo XVI.

Azúcar blanco, el más caro

Al igual que el jengibre, el ruibarbo o la canela, el azúcar procedía normalmente de Oriente, se consideraba exótico y se usaba en pequeñas cantidades. Había diversas calidades de azúcar. Aparte de melaza y azúcar moreno, se importaban azúcares que podían distinguirse por sus tonalidades, que dependían del grado de refinado. La lógica era simple: cuanto más blanco más puro, y, por consiguiente, más caro. Platos como el ya citado «manjar blanco» basaban parte de su prestigio en ese color. Para las grandes celebraciones se elaboraban figuras hechas a partir de azúcar mezclado con almendras, arroz o agua perfumada. En la Edad Media ello era más propio del mundo musulmán, pero hay constancia de que los cristianos conocían el mazapán al menos desde finales del siglo XII.

Por tratarse de un artículo de lujo, el azúcar representaba un factor de diferenciación social. Un texto árabe del siglo XV, titulado Kital al-harb, narra una batalla entre los alimentos consumidos por los ricos y los que estaban al alcance de los pobres. En ella, los ejércitos del poderoso rey Cordero, formados por carnes de diferentes tipos, panes refinados y arroces, combaten contra las tropas del rey Miel, de las que forman parte la leche y sus derivados, la manteca, las verduras y las conservas en vinagre. El Azúcar, colocado entre los pobres al mando de las bebidas, se queja en el relato de ser destinado apenas a las medicinas, y acaba desertando para dar la victoria al rey Cordero, que le había ofrecido ponerle a la cabeza de los dulces, y que venció protegido «por una coraza de azúcar blanca y dura».

Producción y venta



Azúcar para cocinar

Una mujer cocina un pan elaborado con azúcar. Biblioteca Estense, Módena.



La demorada introducción del uso del azúcar en la cocina, especialmente en la de las casas más humildes, se debió en parte a su elevado precio y en parte a que los regímenes alimenticios se modificaban muy lentamente. La producción también influía: la caña sólo podía cultivarse en algunos lugares, como la isla de Sicilia o el sur de la península Ibérica, o importarse ya procesada desde el norte de África y el Mediterráneo oriental. En consecuencia, no todas las regiones de Europa tenían el mismo acceso al producto. Tampoco todos los azúcares se consideraban de la misma calidad, pues a medida que se extendió su consumo se diversificaron los tipos. Igualmente, hubo áreas en las que el uso del azúcar se generalizó antes que en otras, aunque a partir del siglo XV era común prácticamente en toda Europa. Precisamente en esa centuria empezó a cultivarse caña en las islas atlánticas –Madeira, Azores y las Canarias–, que por entonces castellanos y portugueses comenzaban a ocupar de manera permanente, aunque América no tardó en convertirse en el principal centro de producción.


A partir del siglo XVI, la antigua batalla entre la miel y el azúcar se resolvió a favor de este último. En los países protestantes, la producción de miel decayó a consecuencia de la disolución de los monasterios, que durante la Edad Media habían sido grandes centros apicultores. En cambio, el azúcar se abarató progresivamente y su consumo creció de forma notable: durante el siglo XVI, por ejemplo, el consumo se multiplicó por 18. Igualmente, cambió el uso gastronómico de este producto: en vez de añadirlo a los platos principales como condimento para contrapesar los sabores ácidos, se empleaba abundantemente en los dulces de los entremeses y postres o para endulzar el café y el té, las bebidas de moda a partir del siglo XVII. De esta manera, lo que en la Edad Media había sido una especia exótica, empleada con mesura a causa de su precio, terminó alcanzando entre los edulcorantes una primacía que aún conserva hoy en día.

Para saber más

Dulzura y poder. El lugar del azúcar en la historia moderna. Sidney W. Mintz. Editorial Siglo XXI, Madrid, 1996.

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