Nuestros desafíos son globales. Nuestras mentes, no tanto.

Autor: Jiri Jorge Kadlec para ecocosas.com

Ya hace más de dos meses que el mundo – o por lo menos su parte más afortunada, los que pueden quedarse en casa porque tienen una – está parado, confinado y aislado. Hay quien dice que estamos pasando por un momento de gran importancia histórica, que lo que estamos viviendo es una verdadera catálisis de cambios sociales, la más importante desde las Guerras Mundiales. No obstante, eso para mí es una señal de desarrollo cultural: si antes el mundo paraba y se dividía para matarnos entre nosotros, hoy el globo está unido para hacer frente a un enemigo invisible. En cambio, si antes de la pandemia pensábamos que los estados se estaban tornando obsoletos, la crisis ha vuelto a destacar el rol de las fronteras físicas. Y aunque todos coincidamos en que la situación presente es extraordinaria, no hay consenso alguno en cuanto al mundo de mañana, a la sociedad “post-covid”. 



Lo que a mí más me interesa (y, no lo puedo negar, cómo está de moda entre los jóvenes) es cómo la crisis afectará a nuestra relación con la naturaleza. Abundan los relatos de la repentina recuperación medioambiental posibilitada gracias al cese de la actividad humana (para quien quiera una prueba visual, aquí están unas fotos de Madrid). Sin embargo, está claro que los cielos descontaminados de la capital son efecto de la paralización y, por tanto, tienen una naturaleza temporal. Supongo que cuando la gente vuelva a la normalidad, con acumuladas ganas de viajar, de consumir, lo que también volverá a la normalidad serán los niveles de contaminación. 

Pero no tendría por qué ser así. Como sugiere Yuval Noah Harari, el coronavirus ha ayudado a resaltar la importancia de la ciencia y de los científicos que, a diferencia de los líderes populistas, no destacan por sus audaces declaraciones, sino por su intelecto. Una vez pasada la pandemia, puede ser que continuemos prestando más atención a los investigadores que advierten contra fenómenos más paulatinos, pero quizás más letales que el corona; por ejemplo, el cambio climático. Un fenómeno cuyas nefastas consecuencias, como la acidificación de océanos, migraciones forzadas o eventos meteorológicos extremos, afectarán – o mejor, ya están afectando – a un número muy superior al desastre provocado por el Covid-19. 

Corales muertos a causa de la acidificación de los Océanos


A mi parecer, la relación entre el cambio climático y la presente pandemia es obvia. Muchos artículos se preguntan si el animal que pasó el virus a los humanos era un pangolín o un murciélago; para mí, esta cuestión es irrelevante. Lo que estamos sintiendo ahora son los efectos de una estructura problemática, de un sistema socioeconómico que desde siglos posibilita nuestro desarrollo y transforma relaciones sociales. El rol fundamental del capitalismo en los avances económicos es innegable; sus efectos destructivos para el medio ambiente también lo son. Por eso no me importa el animal portador, puesto que son la pérdida de biodiversidad, junto con el calentamiento global y explotación de áreas de naturaleza prístina, los verdaderos causantes de lo que vivimos con la gripe aviar, de lo que está pasando ahora y, del mismo modo, de las pandemias venideras.

Además, se puede dibujar una analogía entre las reacciones ante el surgimiento del Covid-19 y el avance de la crisis medioambiental. En enero, se hablaba de una enfermedad que se propagaba en China, pero todavía era un asunto de los frikis de noticias, ya que pasaba en Asía y, por tanto, no recibía mucha atención en Occidente. En febrero, se hacían bromas sobre la peste. En marzo, tuvimos que confinarnos. Según Pedro Alonso, el director del programa de malaria de la OMS, el hecho de no habernos preparado, aunque hubiéramos tenido tiempo, se debe a nuestra “ignorancia notable”. Me temo que con la crisis ecológica será lo mismo. Seguiremos creyendo que quizás no pase, que si llega, no será tan grave, que tal vez llegue y sea grave, pero entonces lo sabremos controlar. Seguiremos creyéndolo hasta que el tiempo haya pasado.

Asimismo, el aspecto que diferencia esta pandemia de otros problemas es la velocidad con la cual se difunde. El coronavirus pasó de cero a cien en menos de diez semanas, una rapidez que obligó a los líderes políticos a reaccionar. Por su parte, el cambio climático camina lentamente, pero firme. Si decidimos regresar a la vieja normalidad, volveremos a ser esclavos de la sed insaciable de comprar, vender, consumir, crecer. Ya sabemos que el imperativo de crecimiento económico indiscriminado lleva a la destrucción ecológica. De hecho, hay una evidencia abrumadora de que es imposible mantener este ritmo de aumento de consumo y al mismo tiempo disminuir el agotamiento de los recursos naturales. Generalmente, cualquier argumento contra el mantra de crecimiento se rechaza diciendo que sería muy complicado reconfigurar los objetivos de la sociedad y de que esto exigiría un cambio radical en las estructuras políticas y económicas. Sin embargo, parece que tendremos que elegir entre una utopía política y una imposibilidad medioambiental.

Por lo que se refiere a las actitudes hacia la crisis, una perspectiva interesante es la del choque entre dos paradigmas: el nacional y el global. En mi opinión, el primero ha fallado y es necesario adoptar el segundo para buscar soluciones tanto a la pandemia de coronavirus, como al cambio climático. Sabíamos que el virus se estaba propagando por China, pero no le hicimos caso, porque nuestras mentes operaban dentro del marco nacional, por lo que solo nos importaba lo que pasaba aquí. Parecía un problema lejano, separado por fronteras; por supuesto, hoy sabemos que estábamos equivocados. Llegó la hora de reconocer la globalidad de nuestra sociedad y de empezar a afrontar los problemas de gente de otras partes de nuestro planeta. No solo por deber moral, sino también por puro pragmatismo: la mejor forma de prevenir que los problemas se difundan por el mundo es solucionarlos en su inicio.

Por otro lado, parece que una buena parte del mundo sigue viviendo en el paradigma obsoleto y se aprovechó de la pandemia para avanzar el nacionalismo. Esto puede servir de algo si adoptamos la visión de Harari de que el nacionalismo no consiste en odiar a los demás países, sino en cuidar a tus compatriotas. Y si lo combinamos con el cliché de Roberto Saviano – “Mi patria es el mundo entero” – resulta que tenemos casi ocho mil millones de compatriotas. 1,6 mil millones de ellos no tienen una casa digna. 820 millones pasan hambre. Y los 8 mil millones sufrirán, o ya están sufriendo, los impactos del cambio climático. Dice la vieja máxima que la ignorancia da la felicidad. Pero ya no podemos seguir con los ojos cerrados. La felicidad – o, dicho de una manera más cruda, la supervivencia – requiere esfuerzo global. El virus nos sirve de advertencia, un avance de una película que no queremos vivir.

¿Cambiamos?

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