Recuerdo bien el día en que llegué a República Democrática del Congo, cruzando desde Ruanda. No podía creerme que el taxista me dejara en la frontera con un “creo que veo el coche de MSF al otro lado”. Y hacia allí que me encaminé, cruzando a pie por el fango, de un país a otro, con mi enorme maleta a cuestas. Una situación surrealista. A menudo me acuerdo de aquel día, en el que un paso tras otro me iban conduciendo a Congo.
Mweso fue mi hogar durante unos pocos meses. Mweso, en el este del Congo, concretamente en la provincia de Kivu Norte.
Durante esta mi primera misión en terreno con MSF fui responsable de los Servicios de Medicina Interna, Maternidad y Pediatría del hospital local, así como de la farmacia y de toda la logística relacionada con esta última, en total un equipo de 30 enfermeras, además de a otros seis médicos. Sumad esto a la supervisión médica del hospital, incluyendo la unidad de cuidados intensivos, y tendréis un resultado muy cuantificable: 20 llaves colgando de mi cinturón. Ah, también llevaba una radio.
Mweso es una aldea pequeña con una calle principal. Los demás “expatriados” (como llamamos en MSF a los trabajadores internacionales) pensaban que estaba loca cuando la llamaba “la calle principal”, porque no es más que una carretera de barro, flanqueada por casas de adobe, que a su vez están coronadas por techos de paja, todo ello animado por cabras. Y poco más. Pero a mí me daba una cierta sensación de normalidad. En comparación, el hospital es enorme. La gente venía de las aldeas de las cercanías, pero también de otras más alejadas, a veces hasta a seis horas de distancia caminando.
Las patologías, como médico que soy, me parecieron interesantes desde un punto de vista profesional, pero he de reconocer que la falta de medios de diagnóstico me descolocaba un poco. Nada de rayos X, claro, pero ni siquiera instalaciones para realizar cultivos. Al menos teníamos una máquina “FBC” para análisis hematológico, además de un microscopio de examen de deposiciones y urina, y podíamos realizar las pruebas de diagnóstico para la hepatitis B y C, la sífilis y el VIH. Eran habituales los casos de tuberculosis, malaria, neumonías, gastroenteritis, y ocasionalmente pacientes con cardiopatías, nódulos linfáticos masivos, y otros casos raros en los que, por muchas vueltas que les diéramos, no había forma de confirmar el diagnóstico.
Lo más duro para mí era la sala pediátrica, donde veíamos muchos casos de gravísimas quemaduras caseras debido a las hogueras en las que se cocina en el suelo de las chozas, y también neumonías, o diarreas resistentes a todos los tratamientos disponibles, detrás de las cuales a menudo se escondía algo mucho más serio aún, como tuberculosis o VIH. También tratábamos mucha desnutrición aguda entre menores de 5 años, y siempre, en todos, esa expresión de desinterés que caracteriza a los niños desnutridos: ni gruñones, ni agitados, simplemente... indiferentes, ausentes. Como si fueran en realidad mucho mayores.
Recuerdo un día concreto de ronda en el que teníamos ingresados a dos bebés gemelos de apenas un mes. Uno de ellos no llegaba ni a los 2 kilos 200. Piel y huesos, y una cara tan arrugada como la de un anciano. No sé si habréis visto la película de Brad Pitt “El curioso caso de Benjamin Button”, el tipo que nace anciano: a él me recordaba. Cuando estábamos a mitad de examen médico, su madre rompió a llorar. No es extraño para nosotros en estas circunstancias, pero en Congo es muy raro ver llorar a una mujer. Si tenemos en cuenta la cantidad de casos graves que teníamos en pediatría, y una tasa de mortalidad que llegaba a diez fallecimientos por mes, yo habría esperado ver muchas. Pero en todo el tiempo que estuve en Mweso, sólo vi llorar a dos.
“¿Por qué llora?”, pregunté. “Le da pena ver a su hijo así”, me tradujeron desde el swahili. Pero no era una respuesta que me pareciera suficiente, ya os digo que no es habitual ver a mujeres llorando aquí. “¿Qué más ha dicho?”, volví a preguntar. “Dice que es la segunda esposa de su marido, y que desde que llegó al hospital, él no ha venido a verles ni una sola vez”. “Dile que no se preocupe, los hombres son todos unos impresentables”, le contesté en broma, para que se animara y relajarla un poco, y porque sabía además que la persona que estaba traduciendo, un médico congoleño jefe del servicio de Pediatría, se casaba un mes después. Él se rió, pero no quiso traducirme, diciendo que algunos hombres, como él, “son hombres buenos”. La otra médico congoleña que estaba con nosotros se acercó entonces a la mamá para susurrarle algo al oído. Y la mamá, de repente, rompió a reír. Un poco solo, pero algo era algo.
Más tarde, le pregunté a la médico congoleña qué le había dicho. Guiñándome el ojo y con sonrisa pícara, me contestó: “le he dicho: ‘tu marido es un bandido, voy a ir y le voy a dar’”.
Lo cierto es que al final nos olvidamos pronto de aquel pequeño momento de alegría y complicidad entre mujeres de tan lejanas partes del mundo. A la mañana siguiente, el pequeño había empeorado. Lo trasladamos a cuidados intensivos, pero murió poco después. El esquivo marido apareció entonces para llevarse a la mujer y al gemelo que aún vivía, sin duda para buscar a un curandero local. Si esa era su elección, no podíamos hacer nada.
Al final, mi estancia en Congo ha estado trufada de pequeñas historias como esta, algunas con final triste, otras con final feliz, como aquella madre con obstrucción del parto a la que compañeros no sanitarios habían recogido en un coche y al final dio a luz en pleno trayecto, mientras yo misma les daba instrucciones por radio... Y ahora que he terminado la misión, sigo sin poder quitarme de la cabeza cómo es vivir en un sitio como Mweso.
Fuente: LaRazón