El joven prodigioMozart en 1770, a los 14 años, tocando en un clavicordio el movimiento molto allegro de su sonata K. 72. S. dalla rosa.
El milagro que Dios quiso que naciera en Salzburgo». Así se refería Leopold Mozart a su hijo Wolfgang, maravillado él también por las inusitadas dotes musicales que mostró desde su más tierna edad. En realidad, no todo fue milagroso. De niño, Wolfgang disfrutó de un ambiente familiar propicio, ya que su padre fue un músico notable que se hizo conocido en toda Europa por un método para aprender a tocar el violín. Intérprete, compositor y teórico, supo ver las cualidades de su hijo pequeño y le procuró las mejores condiciones para desarrollarlas. A los tres años Wolfgang ya tocaba el clavicordio –con unas manos que apenas alcanzaban algo más de media octava– y a los cinco bosquejó su primer concierto.
Violín de Mozart.
Casa museo de Mozart, Salzburgo.
La fama de aquel niño prodigioso se extendió por los cenáculos filarmónicos y los salones aristocráticos de Salzburgo, pero pronto la ciudad austríaca se quedó pequeña para las aspiraciones de los Mozart y el padre organizó viajes y largos periplos musicales por Europa, particularmente por Italia y Francia. En las sucesivas giras el pequeño Mozart exhibía sus raras dotes de virtuoso. Por ejemplo, era capaz de improvisar sobre cualquier tema que le propusieran; lo escuchaba y de inmediato, sin siquiera ensayar, lo tocaba con increíble soltura, añadiendo toda suerte de variaciones. A veces, le ponían a prueba tapando el teclado del clavicordio con un lienzo para que no pudiera ver ni sentir las teclas, lo que no le impedía seguir tocando brillantemente. Otras tocaba vuelto de espaldas al teclado, o bien se pasaba del clavicordio al violín, con el que también era un virtuoso.
El niño prodigio
Estando en Nápoles, tocó el piano en el Conservatorio de la Pietà con tal maestría que el público presente imaginó que se trataba de un encantamiento producido por un anillo que Mozart lucía en la mano, pero cuando se lo quitó las sospechas de brujería se desvanecieron y sólo quedó el asombro por el talento del chico. Cuando tenía 14 años, hallándose en Roma, escuchó en la capilla Sixtina un Miserere compuesto por Gregorio Allegri en 1638, cuya partitura se custodiaba celosamente en el Vaticano para que nadie la copiara. Tras escuchar la obra una sola vez (duraba unos 15 minutos), Mozart escribió la partitura entera sin haber tomado nota alguna, incluidas las improvisaciones y embellecimientos que los miembros del coro introducían.
Estas hazañas de superdotado, sin embargo, tuvieron también su envés. Se ha acusado al padre de explotar a Wolfgang y su hermana mayor Nannerl, a los que hacía tocar horas y horas, para luego ufanarse: «Mis hijos están muy acostumbrados al trabajo». De hecho, durante las giras Wolfgang cayó enfermo varias veces; en una ocasión llegó incluso a perder la vista durante un tiempo. También se ha reprochado a Leopold Mozart que a los doce años impulsara a su hijo a componer óperas (y a dirigirlas en concierto) cuando aún no estaba preparado para ello. Pero hay que reconocer que Leopold tuvo siempre como norte la carrera de su genial vástago, y que éste fue siempre un niño feliz y alegre, capaz de interrumpir un concierto de clavicémbalo para jugar con un gato que aparecía por la ventana o ponerse a correr con un palo entre las piernas imaginándose que cabalgaba un brioso corcel.
A partir de 1773, cuando tenía 17 años, Mozart se asentó de forma permanente en Salzburgo, donde su carácter independiente pronto le haría mantener constantes roces con el nuevo arzobispo, Hieronymus von Colloredo, de quien dependían tanto su padre como él. Pese a ello, en ese período el genio trabajó febrilmente, produciendo obras maestras en todos los géneros, tanto en el campo de la música de cámara, como la sinfónica, vocal u operística. En 1778 hizo una nueva salida, que lo llevó primero a Mannheim –donde quedó impresionado por el estilo de la magnífica orquesta de la ciudad y sus dramáticos contrastes– y luego a París, en busca de un puesto estable y mejor remunerado. Esta estancia fue uno de los peores períodos de su vida: en los salones de la aristocracia le hacían esperar en gélidas antesalas, no le pagaban las composiciones y, lo peor de todo, su madre falleció en el pobre apartamento que tenían alquilado. La carta en que comunica el deceso a su padre es un emotivo documento.
De vuelta a Salzburgo, Mozart no soportó mucho más las desavenencias con Colloredo. Su deseo era convertirse en un músico independiente, sin trabas ni ataduras, por lo que finalmente, en contra del criterio de su padre, decidió romper con el arzobispo e instalarse en Viena. En la capital imperial trató de ganarse la vida como concertista y vendiendo sus obras por suscripción, aunque también se vio obligado a dar clases particulares de piano; como a veces los alumnos se saltaban alguna, decidió cobrar un tanto fijo por mes. El estreno, en 1782, de El rapto del serrallo, trepidante ópera en alemán, musicalmente revolucionaria, le dio un gran éxito y el favor del emperador José II. Fue entonces cuando contrajo matrimonio con Constanze Weber, a pesar de que pretendió antes a su hermana mayor, Aloysia.
Agobiado por las deudas
La vida en Viena se presentaba bajo buenos augurios. Mozart trabajaba sin cesar y estudiaba intensamente a los músicos del período barroco, como Bach. Trabó amistad con Franz Joseph Haydn, a quien dedicó una célebre serie de seis cuartetos. Es imposible destacar siquiera algunas entre las geniales creaciones que Mozart multiplica en esos años en todos los géneros –sonata, sinfonía, conciertos para piano y violín...–, que cosechaban a menudo un éxito clamoroso. Por ejemplo, en 1783 Mozart comentaba la reacción del público tras un concierto para piano: «La sala estaba abarrotada, y aunque yo había abandonado el escenario los aplausos no cesaban, así que me vi obligado a repetir el rondó». Más apoteósico todavía fue el éxito del ciclo de tres óperas que compuso entre 1786 y 1790 en colaboración con el afamado libretista italiano Lorenzo da Ponte: Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y Così fan tutte, que se representaron en todos los teatros de Europa; nada le complació más que oir tararear las arias de Fígaro en las calles de Praga.
Pese a ello, su situación financiera se hizo cada vez más apurada. Para mantener a su familia (tuvo seis hijos, de los que sólo dos sobrevivieron) y pagar las curas de su esposa en Baden y los lujos que se permitían en su apartamento –entre ellos el ponche y los dulces, a los que el goloso Mozart era aficionadísimo– no le bastaban sus ingresos. Desde 1783, el compositor pedía préstamos a algunos conocidos. A uno de ellos, el masón Puchberg, le comentaba: «¡Cuán esquiva me es la fortuna, sobre todo en Viena, donde no gano dinero ni encuentro trabajo, aunque me empeño en buscarlo!».
El último año
Las últimas horasMozart en su lecho de muerte, atendido por su esposa Constanze. Óleo por William James Grant. Siglo XIX.
Fue así como, en 1791, le llegó al músico la petición de escribir una Misa de réquiem, por la que se le pagaría generosamente. Un hombre embozado fue a su casa para transmitirle el encargo, negándose a revelar de dónde procedía. Mozart estaba ya gravemente enfermo, pero lo aceptó de inmediato. Hoy sabemos que la propuesta procedía del adinerado conde Walsegg, que acababa de enviudar y deseaba disponer, para los funerales de su esposa, de una Misa de difuntos. Walsegg quería también que el autor de la obra permaneciera oculto, de modo que él mismo transcribiría la pieza, de su puño y letra, y la haría pasar como propia.
Así, sin sospecharlo, este caprichoso aristócrata propició una de las piezas más grandiosas de la historia de la música, el Réquiem para cuatro voces solistas, coro, órgano y orquesta. Mozart no pudo terminarlo (fue su discípulo y amigo Franz Süssmayr quien lo completó). Unas «fiebres miliarias» acabaron con su vida el 5 de diciembre de 1791, cuando sólo tenía 35 años.
Para saber más
Mozart: la libertad indómita. Marie-Françoise Vieuille, Paidós Ibérica, Barcelona, 2006.
Resumen del libro
Lo que encontrará en esta biografía el lector y el melómano no es el cliché del niño prodigio o del eterno adolescente, ni el del “Wolfy” alborotador recreado por la industria cinematográfica, sino una obra en la que se intenta mostrar cómo Wolfgang Amadeus se convirtió en el Mozartenumerado en las seiscientas veintiséis entradas del catálogo Koechel que recoge cada una de sus obras.
Ningún artista está tan fundido con su obra, tan asimilado a su creación y tan distante de su vida privada, como Mozart. Por ello, la historia personal que se narra aquí no es otra que la de un individuo que humildemente puso su irreductible libertad al servicio de una gran obra.
Cartas al padre. W. A. Mozart. KRK, Gijón, 2013.
Selección de las cartas que Mozart escribió a su padre en la década 1777-1787, traducidas por Miguel Sáenz, con epílogo de Ramón Andrés e ilustradas por Paco Polán. Si una cualidad puede atribuirse a esta correspondencia es precisamente la claridad con la que percibimos el advenimiento de un tiempo nuevo; y todavía más: en ella se plasma de modo diáfano la aparición del hombre moderno.