Sin vuelta al cole, ni vuelta a casa…

Con frecuencia me siento afortunado y doy gracias por la vida que tengo, si bien tras lo que experimenté la semana pasada, ese sentimiento se ha multiplicado.

Resulta que con motivo de mi boda, mi familia al completo ha venido a visitarme a Turquía y hemos aprovechado la ocasión para hacer un viaje inolvidable por costas del Egeo.

Poder compartir con 38 años un viaje así con toda mi familia es sin duda para mi un verdadero privilegio.

Pero esa no es la experiencia que voy contarte…

De hecho hoy tocaba un post totalmente diferente, pero después de lo que viví hace unas horas siento que tengo que contarte la historia de unas personas que nunca más regresarán a sus casas.

Un viaje sin regreso

Como parte de ese viaje por la costa turca del Egeo, el pasado viernes decidimos coger un ferry para ir a la isla de Chios en Grecia.

No sabíamos bien que encontraríamos allí. Honestamente, creo que lo que verdaderamente pretendíamos era poder sentir que habíamos visitado un país en el que no habíamos estado anteriormente. Así pues bien temprano nos embarcamos camino de tierras helenas.

Pronto descubrimos que últimamente no todos los visitantes llegan a la isla de la misma manera.

Al salir del puerto, a menos de 100 metros divisé una tienda de campaña y ropa tendida alrededor. El primer pensamiento que me cruzó la cabeza fue el de que habría algún festival de verano de esos en los que los jóvenes acampan por cualquier lado.

En seguida me di cuenta de que se trataba de algo bien distinto: varias personas estaban en un descampado sentadas en el suelo bajo la sombra de un improvisado toldo.

Como ya habrás imaginado se trataba de algunos de los refugiados que en las últimas fechas han huido desde Siria.

Según avanzábamos hacia el centro de la ciudad nos cruzábamos con multitud de ellos.

Era curioso ver cómo la masa que acababa de bajar del ferry para hacer turismo en la isla griega se introducía en una ciudad flanqueada por cientos de refugiados apostados en la pared o sentados en los bordillos.

El intercambio de miradas silenciosas era constante:

Curiosidad y lástima a un lado;

Preocupación y desesperación al otro.

Mi hermana me contó que al pasar con mi sobrino de dos años y medio frente a una madre con su hijo de edad similar, ésta se echó a llorar.

Me llamó especialmente la atención algunas chicas con buenas ropas y gafas de sol de marca con todas sus pertenencias en enormes bolsas de basura azules.

Algunos parques estaban poblados de tiendas de campañas, donde entiendo que les habían permitido acampar.

Al llegar a la oficina de turismo le pregunté a la chica cómo se vivía aquella situación en la isla. Me contó que los refugiados llegaban a diario, y que el principal problema es que no hay suficientes transportes para llevarlos fuera de allí: todos los billetes de los ferries de las próximas semanas estaban agotados, algo que estaba generando mucha incertidumbre, tanto para los refugiados, como para los locales que temen que esa situación se prolongue y les suponga un trastorno en sus vidas.

La vida sigue

Finalmente nos introducimos en la isla y dejamos a un lado aquel drama humano por un rato.

Tras un paseo por los hermosos Kampos de Chios, fuimos a comer al paseo marítimo para degustar la cocina griega.

En nuestro afán por probarlo todo pedimos demasiada comida, así que le dije a una de las camareras que por favor nos pusiera para llevar aquello que no habíamos logrado comernos con la intención de hacerlo en la cena o al día siguiente.

A la vuelta al ferry nos encontramos de nuevo con los refugiados, y cuando ya llegábamos al puerto, me detuve a mirar a unas familias sentadas en el suelo porque me llamó la atención la presencia de algunas mujeres mayores en el grupo.

Al descubrir que les miraba empezaron a gritarme, si bien no entendía absolutamente nada de lo que decían y eso me hizo sentir algo de miedo.

Sin embargo por alguna razón decidí traspasar la frontera del confort y me acerqué a ellos preguntando si hablaban inglés.
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Samira

En seguida algunos señalaron a una chica de unos 16 años que se acercó con una sonrisa nerviosa. Le pregunté cómo se llamaba y creí entender algo así como Samira. Tanto ella como su familia eran personas que por su aspecto era evidente que tenían educación. De hecho la sensación que me dio era de que en ese país que dejaron atrás habían gozado de una vida acomodada.

Lamentablemente el inglés de Samira no era suficientemente bueno para comunicarnos, ya que el idioma que verdaderamente dominaba aparte de su árabe nativo era el francés.

No obstante no hizo demasiada falta: los gestos hablan más que las palabras y el de llevarse la mano a la boca indudablemente significaba que lo que estaban pidiendo era comida.

Usando también gestos, les dije que esperaran un minuto.

Alimento

Corrí a alcanzar a mi padre que iba bastante por delante mía y llevaba la bolsa de comida del restaurante, y le dije que me la diera para ofrecérsela a esas personas. Mi hermana sacó unos zumos que había comprado a mis sobrinos y junto a unos higos que habíamos cogido en el recorrido por los Kampos corrí de vuelta hacia donde estaban aquellas familias.

Me recibieron entre jaleo y aplausos, y empezaron a comer nada más les entregué la bolsa.

Una mujer me preguntó si hablaba turco y por fin pude comunicarme con ellos. Habían cruzado unos días antes desde Çesme en una barcaza de noche. Tardaron dos horas y media en hacer el recorrido que yo mismo había realizado en un catamarán en tan sólo 20 minutos.

Para llegar a allí habían tenido que cruzar toda Turquía desde la frontera Siria.

Pasaron dificultades, y mucho miedo.

Sin embargo ahora se mostraban de buen humor porque habían dejado atrás el horror de la guerra, y lo más importante, estaban todos juntos.

Me decían que querían ir a Finlandia o a Alemania.

Yo bromeé con ellos sobre la posibilidad de que fueran a España porque es un país más cálido y lleno de buena gente. Ella me dijo que lo habían considerado porque entendían que en España había más cercanía con el mundo árabe por la cercanía con Marruecos, pero sabían de las dificultades económicas de nuestro país.

“Donde sea” dijo el marido de la mujer sosteniendo a su sonriente hijo de tan sólo unos meses de vida “Sólo queremos trabajar”

Me llevé la mano al corazón y sin ocultar mi emoción les desee mucha suerte.

Ellos me agradecieron el interés con algarabía.

Al darme la vuelta descubrí que detrás mía había otros refugiados que se habían acercado al darse cuenta de que hablaba turco y había mostrado interés por sus compatriotas.

Me decían que llevaban varias semanas esperando a que la policía resolviera su condición de refugiados, entregándoles una especie de documento que les permitiría viajar por el resto de Europa. Les expliqué que yo era español y que no tenía manera de comunicarme con la policía griega. Contrariados se apartaron para dejarme marchar finalmente.

Antes de hacerlo me giré por última vez para despedirme de Samira y su familia, que levantaron la mano con rostros sonrientes y llenos de esperanza.

Para entonces no quedaba nada de la comida que les había entregado.

Con un nudo en la garganta avancé hacia el ferry donde me esperaba otra familia aquella como la que había dejado atrás. Mi familia que es lo que más quiero en este mundo.

Entonces sentí que todos eramos iguales, que la que estaba ahí sentada podría ser mi madre o mi hermana y maldije la política que tanto manipula y poco gobierna.

Si hay algo en lo que creo verdaderamente es en la humanidad y el respeto, palabra que estoy convencido que podría gobernar en paz el mundo en el que vivimos.

Decidí dejar a un lado la tristeza e indignación para abrir paso a emociones que sin duda seguiré fomentando día a día: la alegría y el agradecimiento por poder disfrutar cada día de mi familia, de mi libertad y de mi dignidad, bienes que deberían de ser patrimonio de la humanidad y que por desgracia aún en el siglo XXI algunos sólo pueden atreverse a soñar.

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