Imagen de portada: La tienda Harrods de Bs As, tal cuál está ahora.
En el maravilloso encuentro que tuvimos con Gema Gómez, factótum y alma mater de Slow Fashion Next, en Madrid, en la tarde –helada- del primero de enero de este año, entre tantos temas que compartimos y con los que logramos achicar la distancia que nos separa a un lado y a otro del océano, hablamos de las prendas que nos vinculan con nuestros afectos. De esas que elegimos para que sean nuestros imprescindibles, por supuesto que más allá de las tendencias y las imposiciones del mercado. Así es que a mis habituales entrevistas con diseñadores que luchan por la sustentabilidad en Argentina o a mis perfiles sobre organizaciones que se proponen vivir, justamente, de modo más inteligente, sobrevino este artículo.
Valga el dato que fue Gema la que me sugirió que lo hiciera cuando le conté cómo es que atesoro esas ropas, que realmente son para toda la vida. Esto sumado, al otro dato, que no es en vano contar; que me encanta y siempre que puedo busco ropas vintage, lo hice en Santiago de Chile, en Nueva York, en Madrid y lo hago asiduamente en Buenos Aires. A cada sitio que llego me gusta indagar en ese sentido; cómo se confeccionaba, cómo se diseñaba, y cómo se pensaba la indumentaria antes. Porque es en ese “antes” que está la historia, y en este caso está mi historia: en la que me vinculo con un abrigo de pura lana, color azul, de corte perfecto, con botones grandes y un lazo que lo hace increíble. Y eso no es todo: porque la gran cuestión es que ese abrigo perteneció a mi abuela Josefa Amelia Braga. Que casualmente nació en Asturias, España, en 1913, que arribó a Buenos Aires a sus 7 años y que estoy segura que hoy estaría muy a gusto si leyera esas líneas.
La prenda en cuestión apareció en la casa de mi madre, al menos cinco inviernos atrás. Al encontrarla -sin dudas- ella pensó en mí como en la obvia destinataria. Fue amor a primera vista. Al probármelo no hice otra cosa que viajar en el tiempo. Recordé esos fines de semana mucho más fríos que los actuales en los que mi abuela se calzaba el abrigo y salía de paseo.
Al verlo también me trasladé a otra Buenos Aires y recordé también que lo había adquirido en la tienda Harrads (filial de la británica), a donde hoy no hay más que un edificio abandonado en Florida y Corrientes, lugar más que típico para los porteños. Pensé, además, en lo afortunado de este hallazgo; al tener la prenda en mis manos y probármela, viaje a mi niñez y a la navidad en la que fui a visitar a Papa Noel (Santa Claus para el resto del mundo) justamente en Harrods.
No falla. Cada vez que uso el abrigo no falta amiga, amigo, colega o simplemente desconocido, que se sorprenda de la calidad del tejido, de la confección y más aún lo hacen si les cuento la historia y le digo que es probable que esta prenda tenga más de 50 años.
Cada vez que lo uso entiendo que ese gesto va más allá de la decisión estética (en este caso por el vintage) sino también conlleva una decisión de vida. De usar una prenda que parece eterna, hecha con material noble, de confección cuidada, que es probable que haya sido uno de los pocos abrigos que comprara mi abuela “¿Por qué uno solo?”, preguntarían algunos ahora. Por algo bien sencillo: no era necesario más. Que con poco y bueno alcanzaba. Que el lujo, estaba ahí: en elegir una prenda resuelta con cuidado y destinada a ser cuidada.
Ojala cada vez seamos más los que apostemos por esas prendas, a valorar el trabajo que conllevan y a amigarnos con la idea por más ropas como las de antes y nada de producción con mano de obra esclava y materiales contaminantes. No tengo dudas que por ahí está el camino. Y que seguramente ustedes al frente de esta pantalla tendrán historias parecidas a esta, de acciones, que nos llenan el alma y que hacen que seamos cada día un poco más conscientes al momento del consumo.
Y si nunca lo hicieron indaguen en el pasado, en las prendas que los rodearon de niños, que acompañaron diferentes generaciones y que ahí están para ser interpeladas. Les aseguro que no se arrepentirán.
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