Mi relación con la ropa ha cambiado bastante a través de los años… y de manera muchísimo más marcada desde que empecé a tomar decisiones “radicales” en torno a mi búsqueda de una vida sostenible.
He pasado por etapas de indiferencia casi total (cuando estaba en el colegio prefería usar el uniforme durante todo el día, con tal de no tener que pensar en qué ponerme), etapas de interés moderado (empezando la universidad, cuando no pude acudir más al uniforme), etapas de, digamos, “interés científico” (cuando quise aprender a coser para poder hacer mi propia ropa, y en el proceso descuarticé muchas prendas para entender cómo estaban hechas), etapas de cuasi-obsesión (comprando revistas de moda compulsivamente, viendo desfiles y estando al tanto de cuál modelo desfiló el vestido de quién en el Fashion Week de dónde), y también etapas de simple pereza (que llegan de manera intermitente, cuando quiero que la piyama sea considerada un atuendo apto para salir a la calle).
En este momento, podría decir que estoy en una etapa de transición. Me gusta la ropa, pero la moda me da pereza, y ahora que conozco el impacto social y ambiental que se esconde detrás de la producción textil, el proceso de pensar en qué me quiero poner tiene un significado completamente distinto. Es, realmente, una etapa de transición y de exploración.
En todas las etapas he mantenido unos gustos más bien estables. Nunca he sido de ponerme cosas demasiado vistosas… prefiero las prendas básicas, no soy muy amiga de los estampados (y menos cuando son logotipos de alguna marca), y mi closet se ha caracterizado por ser predominantemente azul, gris, blanco y negro, con alguna que otra prenda en colores más vistosos (como el rosa, el amarillo o el verde esmeralda).
Con esos límites aparentemente tan definidos, podría parecer que siempre he comprado mi ropa de manera consciente y que siempre he valorado la calidad —y la consistencia— por encima de la cantidad. Pero no es así. Tampoco es que haya sido una de esas personas con armarios que parecen no tener fondo, con tantas prendas que ni se sabe lo que hay ahí (que conozco casos…), pero sí he tenido mis épocas de descontrol consumista y de comprar ropa nueva como si fuera pan recién salido del horno.
El año en el que estuve viviendo en Barcelona fue un ejemplo claro de eso… las tiendas de H&M, Zara, Mango, Bershka y Stradivarius se volvieron prácticamente mi segundo hogar; de hecho, el mismo día podía ir al H&M de la rambla y luego al del Portal del Ángel, con tal de encontrar alguna prenda diferente que estuviera disponible en uno y no en el otro. Me llené de ropa y de accesorios que al principio me parecían un sueño (¡tantas cosas tan bonitas, tan baratas, y a mi alcance!), pero poco a poco empecé a darme cuenta de que no todo era tan bueno como me lo estaba creyendo: pésima calidad, agujeros después de la primera lavada, colores desvanecidos, siluetas deformadas… y, claro, media Barcelona uniformada con la misma ropa. Flashback a la época del colegio, pero aquí yo estaba pagando por ponerme un uniforme, y uno de pésima calidad.
Más adelante me di cuenta, ahora sí con todo, que esa ropa tan bonita y tan barata que estaba ahí, justo a mi alcance, tenía detrás una verdadera pesadilla: me encontré con una noticia en la que se hablaba de cómo Zara estaba fabricando su ropa en Brasil, a manos de inmigrantes que mantenía básicamente en condiciones de esclavitud. Sentí indignación, impotencia… y, sobre todo, rabia conmigo misma por no haberme preguntado ni por un minuto a qué se debían esos precios tan bajos, o dónde se estaba pagando el verdadero precio de esa ropa tan barata. Yo, que me creía una consumidora semi-responsable, había caído redonda ante el brillo y el encanto de la moda rápida.
A partir de ese momento decidí hacerle boicot permanente a todas las marcas de Inditex… y con la tragedia de Rana Plaza en Bangladésh, decidí que no quería volver a comprar ropa que estuviera fabricada al otro lado del mundo, en lugares de los que yo no sabía nada de nada, y en condiciones en las que yo misma nunca desearía estar. Mi relación con la ropa cambió radicalmente para siempre.
Dejar de comprar en Zara y similares inevitablemente limitó mis opciones. Empecé a hacer algo que al principio me parecía una molestia, pero que ahora veo como el acto de consumo más necesario y más lógico: leer las etiquetas. Empecé a darme cuenta con qué frecuencia la ropa era fabricada en países lejanos —aún cuando era de marcas locales— y, ante la dificultad para encontrar opciones de fabricación local (y que fueran de buena calidad, y que se adaptaran a mi gusto), opté por empezar a coser más, por modificar la ropa que ya no me gustaba para darle una nueva cara, y por comprar muchisisisisísimo menos.
* * *
Hace ya un tiempo, cuando empecé a estudiar más sobre sostenibilidad práctica (y específicamente sobre opciones sostenibles para el vestuario), empecé a encontrar más y más publicaciones que hablaban sobre el potencial de las tiendas de ropa de segunda mano y los procesos de trueque e intercambio. Pensé en todas las veces que he “heredado” ropa de mi mamá, de mi tía, de amigos y amigas que se cansaron de un suéter o una camiseta, y que yo “adopté”, ajusté, y empecé a usar como si estuvieran nuevos. Tener una máquina de coser —y saber cómo usarla— claramente ha sido una enorme ventaja en mi búsqueda de un armario más amigable con el planeta.
Otra de las cosas que encontré en ese entonces fue una publicación en la que Elizabeth, la autora de un blog que me gusta mucho, contaba su experiencia en una Swap Party (fiesta de intercambio). Las “fiestas de intercambio” son reuniones (casi siempre de amigas o personas que ya se conocen) en las que cada una lleva cosas que ya no está usando, y las intercambia por otras para renovar su armario. Me pareció una idea muy bonita, pero no sé por qué en ese momento no se me ocurrió que yo también podía hacer una. Dejé la idea en el fondo de la cabeza y seguí con mi vida.
Pero hace más o menos un mes me puse a la tarea de hacer una limpieza profunda de mi closet y me dispuse a sacar todas las cosas que ya no me pongo. Algunas cosas me dejaron de gustar, otras las usé un par de veces y no me sentí cómoda, otras las usé tanto que ya no quería volver a verlas (por lo menos no en mi closet). Y en ese proceso, empecé a preguntarme qué iba a hacer con todo eso… y entonces lo decidí: había llegado la hora de hacer mi propia swap party.
Le escribí un mensaje a varias amigas contándoles sobre la idea, y a todas les gustó mucho… así que empezamos a planear nuestro encuentro. Conversamos sobre fechas que se ajustaran mejor a los planes de todas, y finalmente programamos nuestra merienda de intercambio (que la swap party se la dejo a los angloparlantes) para el domingo 22 de enero.
María Isabel, Carolina, Julia, Verónica y Carolina: la pandilla maravilla que me acompañó en esta primera experiencia de intercambio
La dinámica de la merienda fue súper sencilla: cada una puso una cuota para comprar cosas ricas para comer; Verónica preparó un riquísimo guacamole y un hummus con tomates secos, Carolina llevó galletas veganas de mantequilla de maní y chips de chocolate (¡receta! ¡receta!), compramos algunas cosas para picar (tostadas, chips de plátano verde, arepitas de maíz crocantes…) y pasamos un rato conversando y comiendo en la terraza, mientras le hacíamos cariños a Goa y a León (nuestros acompañantes caninos, que disfrutaron la merienda casi tanto como nosotras).
Después pasamos a la sala y pusimos todas las prendas a la vista… ¡eran muchas cosas! Cubrimos el sofá, una mesa, el suelo de la sala y parte de la cocina. Había cosas dobladas, enrolladas, extendidas; había una mesa con objetos, libros y accesorios. Me sorprendió ver tantas cosas, y por un momento pensé que todo se iba a salir de control… pero todo salió perfecto.
Cada una empezó a recorrer el espacio y a seleccionar las cosas que le llamaron la atención. Nos probamos una prenda de aquí, una de allá, e íbamos decidiendo qué nos interesaba y qué no. Cada una empezó a crear su propio “montón”, en una zona diferente para no crear confusión con las selecciones que ya había hecho alguien más. Cuando ya habíamos revisado todo, volvimos a mirar qué había seleccionado cada una, para confirmar que estábamos todas satisfechas con nuestras “nuevas” adquisiciones.
Pasamos una tarde muy bonita, conversando sobre proyectos, ideas, riéndonos, comiendo cosas ricas… estuvimos en buena compañía y salimos con nuestros armarios renovados sin gastar un solo peso en ello y sin pasar un solo minuto en una tienda o un centro comercial.
Para darte cifras concretas: 6 mujeres, durante 4 horas, intercambiamos 37 prendas (la camiseta blanca que tengo puesta en la primera foto fue una de mis adquisiciones del día), 17 objetos y 11 libros. Nos gastamos $0 en las prendas, y $10.000 (3) por cabeza en la comida. ¿Cuánta plata se necesitaría para comprar 37 prendas, 17 objetos y 11 libros en un centro comercial, y dar de comer a 6 personas? No sé, pero sé que hubiera sido mucho más caro. Y aunque fuera más barato… esta merienda de intercambio fue una experiencia a la que realmente no se le puede poner precio :-)
Esa fue mi mi primera merienda de intercambio, y sé que no va a ser la última. Como te conté antes, no compro casi nada de ropa (de hecho, sin proponérmelo, parece que tengo un armario cápsula), y esta nueva experiencia no va a cambiar eso. No voy a salir a comprar más. Lo que sí voy a hacer es ver mi ropa con otros ojos, porque ya sé que ahí hay “potencial de intercambio”, y que puedo renovar mi closet —o al menos darle un airecito de novedad— sin necesidad de ir a una tienda, y reduciendo el impacto ambiental de lo que decido ponerme encima.
Y es que se calcula que si extiendes la vida útil de tu ropa por 3 meses más, reduces la huella hídrica, la huella de carbono y la huella de basura en un 10%… o sea, cuanto más extiendas la vida útil de lo que tienes, más reduces su huella ambiental, porque aprovechas mejor los recursos que ya se invirtieron en su fabricación. Dicho de otra manera: la ropa más sostenible no necesariamente es la que te venden como sostenible: es la que ya está en tu closet, y la que está hecha para durar ;-)
* * *
Y dicho todo esto, quiero compartir contigo 5 razones por las que pienso que vale la pena que tú también organices una merienda de intercambio. Y si es que ya has tenido esta experiencia, entonces que estas razones te motiven a repetirla y promoverla. Aquí van:
5 razones para que tú también organices
una merienda de intercambio
1. Es una muy buena excusa para organizar un encuentro con tus amigas. Se supone que para encontrarnos con nuestras amigas no deberíamos necesitar excusas… pero todo el mundo tiene ritmos diferentes, el día que una puede, las demás no pueden… y es fácil que un encuentro se empiece a aplazar hasta el infinito. Pero con el motivante adicional de comer cosas ricas mientras se renueva el armario (sin atropellar los derechos humanos al otro lado del mundo, y sin acabar con el planeta), es posible que sea más fácil coordinar agendas. ¿Quién no se motiva a pasar una tarde en buena compañía, promoviendo maneras más sostenibles de vestir?
2. Promueves el consumo responsable, la moda sostenible y la reducción de residuos. Al intercambiar, estás optando por un tipo de consumo diferente, que no se limita a lanzarte a ciegas a comprar algo nuevo. Estás aprovechando la ropa que ya existe y extendiendo su vida útil: si una prenda ya cumplió su ciclo en tu armario, llega el momento de que empiece otra vida en el armario de una amiga. Y como si esto no fuera suficientemente bueno, estás dejando de generar residuos, no sólo al evitar que esa ropa termine en un relleno sanitario (que, no nos engañemos, allá es donde casi siempre va a parar, por más que la dones y la sigas donando), sino también al evitar las marquillas, etiquetas y comprobantes de pago que recibirías si estuvieras comprando prendas nuevas en una tienda.
3. Inviertes tu tiempo en algo valioso. Estás pasando tiempo con tus amigas, en una casa, disfrutando del espacio personal, la conversación, el ritmo más pausado. Dejas de usar tu tiempo recorriendo los laberínticos pasillos de los centros comerciales, gastando hasta lo que no tienes para comprar lo que no necesitas, y en lugar de eso le dedicas tiempo a una actividad que —aunque sea sencilla— desafía el statu quo y fortalece tus lazos de amistad.
4. Te “desprendes” más fácilmente de las cosas que ya no quieres tener. Normalmente desarrollamos ciertos apegos a los objetos que nos gustan, y esto también es cierto con la ropa. Muchas veces te aferras a una prenda porque te trae buenos recuerdos, aunque ya no la quieras usar nunca más. Pues bueno… eso puede cambiar si sabes que va a quedar en manos de una persona cercana a ti, y que la va a valorar como lo haces tú. A mí, al menos, me pasó en esta merienda de intercambio, y quedé feliz sabiendo que ahora esa prenda llena de historia va a seguir siendo usada por alguien a quien quiero, y que le va a poner su propia historia también.
5. Renuevas tu armario sin gastar un solo peso. Esta la pongo de última porque creo que, en este caso, el ahorro no debería ser el motivante principal… pero en todo caso sigue siendo una ventaja. Dejas de gastar tu plata generando demanda para prendas que no se necesitan (¡que el mundo ya está inundado de ropa que nadie usa, por favor!), y en lugar de eso la puedes invertir en otra experiencia con tus amigas. Y volvemos al punto 3: inviertes tu tiempo (y tu plata) en cosas más valiosas. No se puede pedir más :-)
¿Has tenido alguna vez una merienda de intercambio? ¿Tienes prendas “heredadas” de amigos o de familiares? ¿Cuáles son tus favoritas? ¡Te espero en los comentarios!
Pd: Si quieres entender mejor lo que pasa detrás de la industria de la moda (y específicamente detrás de la moda rápida), te SÚPER recomiendo el documental The True Cost. El trailer lo puedes ver aquí, y el documental también está disponible en Netflix, así que no hay excusa ;-)
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