Con cierta frecuencia noto que se usa la palabra “sensible” casi como si fuera un insulto, como si dejarse conmover por la realidad fuera una enfermedad que deberíamos eliminar sin piedad. Y la verdad es que antes me lo creía… muchas veces en el pasado sentí que ser sensible era una carga y un aspecto de mi personalidad que debería corregir. Ya no.
Me gusta ser así, aunque a veces eso signifique que la vida se siente más difícil, y aunque eso le resulte incómodo a algunas personas. Y bueno, aunque muchas veces me resulte incómodo a mí misma, porque eso pasa también.
“Sensible” es algo que hemos aprendido a ver como un defecto. Lo asociamos con debilidad y con irracionalidad. Lo asociamos también con comportamientos que son —supuestamente— femeninos, y lo femenino está muy mal parado en nuestras sociedades: lo deseable es ser fuertes, racionales, resistentes. Eso (según aprendemos) son “características de los hombres”, y sólo podemos alcanzarlas (y supuestamente deberíamos querer alcanzarlas, a fin de cuentas ser muy mujer está muy mal visto) si dejamos a un lado los sentimientos y nos regimos por la razón.
Por eso tanta gente piensa que las mujeres no somos líderes confiables, porque somos “sensibles”. Como si los hombres nunca fueran sensibles o irracionales. Como si la sensibilidad y la razón fueran cosas excluyentes, y no cosas complementarias (y hasta interdependientes) que pueden convivir en el mismo cuerpo, sea del género que sea. Pero bueh… la discusión sobre los estereotipos femeninos y masculinos la dejo para otro momento. Vuelvo a mi punto: ser sensible no es un defecto.
Aunque ahora me parece evidente, no siempre me sentí tan segura al afirmarlo; y recuerdo con mucho cariño el momento en el que empecé a verlo con más claridad: hace varios años estaba pasando por un momento difícil, estaba triste, lloraba mucho y no me sentía bien. Una persona cercana a mí me reprochó varias veces mi tristeza y me dijo que no era para tanto, y con eso sólo me sentí peor: me sentí culpable por hacer que esa persona se sintiera incómoda, y me sentí débil, por ser incapaz de esconder mi malestar.
Le conté la situación a un amigo, y en medio de la conversación me dijo algo que recuerdo hasta el sol de hoy, y que iba más o menos así: “cuando uno es más sensible para lo malo, también es más sensible para lo bueno. La gente menos sensible se ahorra lo más malo, sí, pero se pierde de lo más bueno también”.
Cada vez que oigo a alguien reprochándole a otra persona el hecho de ser sensible me acuerdo de esa frase. También cada vez que alguien me lo reprocha a mí. Parece que nos hemos dejado convencer de que la vida tiene que ser una experiencia de felicidad perpetua en la que es inaceptable experimentar otro tipo de sensaciones. Está mal visto estar triste, enojarse, llorar. Lo aceptable es, ante la pregunta cotidiana de “¿cómo estás?”, responder siempre con un convincente “muy bien”. Aunque todo esté muy mal.
No me sorprende que haya tanta gente reprimiendo su sensibilidad: no sólo nos han enseñado a bloquearla, sino que en un mundo en el que cada vez tenemos acceso más fácil a las noticias, y en el que cada vez pareciera que pasan cosas más horribles, ser sensible requiere mucha valentía. Y no todos somos valientes, o no lo somos todo el tiempo.
Cuando somos sensibles es como si abriéramos el corazón a la realidad… y eso significa que se nos puede romper con más frecuencia. El problema es que la única manera de evitar que el corazón se rompa es cerrándolo por completo; te evitas lo malo pero dejas por fuera lo bueno también.
* * *
Yo creo que esto de esforzarnos por ser “menos sensibles” es lo que nos ha traído hasta donde estamos, y ese “donde estamos” no pinta nada bien. Si por ejemplo en el pasado hubiéramos tenido líderes más sensibles, seguramente la historia hubiera sido diferente… ¿menos guerras, menos explotación a otros humanos y animales, menos invasión a territorios que no nos pertenecen? Me atrevo a afirmar que sí.
La historia de nuestras guerras y nuestros abusos está llena de personas “fuertes”, “racionales”, “resistentes” para quienes “sensible” seguramente se oía como un insulto. En cambio, la historia de los grandes cambios positivos de la humanidad (la abolición de la esclavitud, el proceso de liberación femenina, el movimiento por los derechos de los animales, por nombrar apenas algunos) está llena de gente MUY sensible. Gente que se conmovió lo suficiente con lo que estaba pasando a su alrededor para decidir que era necesario un cambio. Gente que fue capaz de ponerse en el pellejo de los otros, de imaginar la realidad desde otra perspectiva, y que estuvo dispuesta a sentir el dolor y la tristeza que viene con esas injusticias, precisamente para que esos sentimientos funcionaran como catalizadores para empezar a construir una realidad diferente, menos injusta.
Si hay algo que este planeta necesita ahora mismo es gente sensible. Gente sensible, sí, y valiente. Gente dispuesta a dejarse romper el corazón, y con el valor suficiente para hacer cosas que asegurarán que menos corazones se rompan en el futuro. Que sea capaz de empezar a generar cambios aún con el corazón roto, porque en eso que descubrimos gracias a la sensibilidad están las peores acciones de la humanidad, pero ahí, justo al frente, se encuentran también las mejores. Necesitamos ojos y corazones abiertos para verlas.
Así que eso: ser sensible no es una muestra de debilidad. Al contrario, creo que ser sensible requiere una fortaleza que envidiarían los más temibles guerreros de la historia. Ser sensible no es un defecto. Es una cualidad… y no cualquier cualidad, sino una necesaria, urgente, para vivir en este planeta de otra manera.
A mí me gusta ser sensible, ¿a ti? ¿habías pensado en la importancia de la sensibilidad para la vida en el planeta? ¿qué otras cualidades piensas que necesitamos las personas que queremos construir un mundo diferente, menos injusto? ¡Cuéntamelo en los comentarios!
The post appeared first on Cualquier cosita es cariño.